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Primer Festival de Cine Saharaui

Publicado: 2009-08-28

por Paul Laverty*

Toallitas húmedas, zapatillas deportivas, una larga lista de medicinas, cincuenta películas en DVD (con excepción de «Chicken Run», ya que no pude convencer a su dueño de tres años para que me la diera) y, por último, una valiosa linterna, todo ello metido a presión en una vieja mochila. Esta vez nada de pajaritas postizas ya que el Frente Polisario dio a entender que no serían necesarios los trajes de etiqueta ni los vestidos escotados en este Primer Festival Internacional de Cine Saharaui. Un festival que tendría lugar en el campo de refugiados de Smana, en el Suroeste de Argelia, justo al otro lado de la frontera con el Sahara Occidental

En el aeropuerto de Madrid, un abigarrado grupo de cineastas (la mayoría españoles), actores, periodistas y cooperantes cargaba la enorme pila de material, entre la que se encontraban veintiún largometrajes de ficción, todos en 35 mm, y que conformaban lo que iba ser el corazón del festival. Este grupo variopinto había nacido de los esfuerzos del director peruano Javier Corcuera, quien, con esa voz amable que le caracteriza, es capaz de convencer al mismísimo diablo para que se haga un examen de conciencia. Pero Corcuera se enfrentaba ahora con una tarea más difícil: convencer al propietario de un cine para que le prestara dos valiosos proyectores para llevarlos al desierto...

Según comenzaba a descender el avión terminé de leer el último de los artículos que había sacado de Internet acerca de la región a la que nos aproximábamos. La esperanza de vida aquí es de cuarenta y cinco años para los hombres y cuarenta y siete para las mujeres. Mientras el tren de aterrizaje se ponía en marcha, este dato se me iba haciendo más patente; De alguna manera te pone los pies en la tierra imaginar que, a partir de los cuarenta y cinco, cada día de más es un regalo inesperado.

El viaje al campo de refugiados de Smara empezó con buen pié. La caravana la componían autobuses y vehículos todoterreno. Nuestro conductor iba encantado con las atenciones que le prodigaban las dos actrices sentadas a su lado: Laia Marull y Candela Peña. Marull, por cierto, acababa de ganar la Concha de Plata a la mejor actriz por Te doy mis ojos en el Festival de Cine de San Sebastián. Dejamos atrás el camino asfaltado y entramos en la arena. Para entonces, el conductor había puesto la música a todo volumen y sorteábamos autobuses y camiones en carrera alocada, mientras en la parte trasera del vehículo todos botábamos como endemoniados, entre gritos y carcajadas.

Llegamos bien entrada la noche. No se veía ni una sola luz en ese asentamiento que reunía a más de 40 000 personas. Con la ayuda de una linterna, nos guiaron apresuradamente hasta un recinto amurallado de adobe, y ahí empezó el caos. A primera vista, puede parecer fácil dividir en grupos de 5 a 250 personas para luego asignar cada grupo a una familia saharaui. Pues no. Aunque la verdad es que tampoco importó. Fue una experiencia bíblica: las cabras balaban, los niños se arremolinaban por doquier mientras las mujeres, cubiertas con velos multicolores, ladraban ordenes a diestro y siniestro… Todo esto mientras desde la entrada nos observaba en silencio una figura beduina, alta y esbelta, cual elevada torre imperturbable.

Un niño de unos nueve años me cogió de la mano con firmeza y todos (un escocés, un inglés, un vasco y dos peruanos) lo seguimos en la oscuridad, mientras él sorteaba con habilidad los agujeros que esta gente excava para extraer la arena con la que fabrican sus ladrillos de adobe. ¿Cómo te llamas? Mohammed. Otro niño agarró la mano de Joss, el fotógrafo. ¿Cómo te llamas? Mohammed. Casi todos los niños hablan un español aceptable. (La temperatura en los campos de refugiados puede llegar hasta unos asfixiantes cincuenta y cinco grados en verano y se ha creado una organización española, los Amigos del Pueblo Saharaui, que trabaja en estrecha colaboración con el Frente Polisario. Esta gente se dedica a traer a España, durante los dos meses más calurosos del verano, a cientos de niños de entre siete y doce años y los alojan con familias voluntarias que les ayudan a «refrescarse»).

Los niños parloteaban, reían y hacían preguntas sin descanso, hasta que por fin llegamos a la casa de «nuestra» familia: dos tiendas y dos sencillas construcciones de adobe de aspecto frágil. Dos personas nos esperaban: el padre, Tiyb (sesenta años), un hombre apuesto y elegante de dos metros de alto, y su mujer Lamat Ali, quienes inmediatamente nos hicieron sentir como en casa. No hablaban español, pero sus ojos eran cálidos y acogedores. La abuela, de noventa años (la única persona de edad que ví en todo el tiempo), haría poco después su entrada triunfal. Pero mientras, un bebé de cinco meses, Sainabo, acaparaba todo el protagonismo. Gracias a los gestos y a los niños que eran nuestros intermediarios, conseguimos entender finalmente dónde íbamos a dormir: todos juntos, en unos colchones colocados en la tienda que estaba fuera. Después de lo cual, Mohammed y Mohammed nos guiaron de nuevo hasta el centro del campamento, donde iba a tener lugar la recepción del Festival. Eso sí, no sin antes perdernos otros veinte minutos hasta que encontramos el camino hacia allí.

Muchos de los habitantes de este asentamiento no habían visto una película en pantalla grande en su vida. En algunas tiendas había aparatos de televisión que se alimentaban con la batería de un coche, batería que, a su vez, conectaba con un sencillo panel solar. Este panel también alimentaba la única luz que había en cada una de las tiendas, aunque desde fuera pasaban completamente inadvertidas. El campo contaba con unas pocas construcciones sólidas que se iban a usar para los encuentros. En el interior de la sala más grande habían montado una pantalla ante la que podían sentarse de quinientos a setecientos espectadores. Luego, afuera y bajo las estrellas, se encontraba «la pantalla del desierto», de unos ocho metros de alto por trece de ancho. Por detrás, a unos treinta y cinco metros de distancia, se había construido una pequeña garita para el proyeccionista.

Ese largo rayo de luz tenía algo de mágico, a pesar de que, a menudo, lo distorsionaba la luz de los faros de los jeeps, que proyectaban sobre la pantalla alargadas sombras con turbante que se fundían con la película. Estaban pasando Nómadas del viento, un documental sobre las aves migratorias. Una bandada de pájaros era seguida por un sofisticado sistema de cámaras mientras cruzaban a toda velocidad ríos, mares y el océano Antártico. Pasados cuarenta minutos me pareció captar alguna señal de descontento; ya bastaba de plumas, ¿cuándo empezaba la historia?

A última hora de la tarde se presentó un numeroso grupo de 1500 niños que intentó meterse en la sala para ver una comedia. Se enfadaron muchísimo al ver que no había sitio para tantos, pero se consiguió organizar un segundo aforo y los ánimos pronto se calmaron.

Todas las películas habían sido seleccionadas por representantes de los saharauis. Las había de dibujos animados para los niños, comedias ligeras, documentales y dramas sociales de contenido más duro... Algunas transmitían una imagen de Europa de riqueza y exotismo, como si todo el mundo aquí fuera un profesional bien situado, mientas que otras exploraban contradicciones muy arraigadas. Julio Medem había traído su documental La Pelota Vasca, con el que había dado voz a todo un abanico de personas que reflexionaban sobre el conflicto vasco y había enfurecido de paso al Gobierno español. Chus Gutierrez envió Poniente, una historia basada en la vida de los inmigrantes, en su mayoría marroquíes, que viven en poblados de chabolas al sur de España mientras trabajan en los invernaderos en los que se cultivan una gran parte de las frutas y verduras que se consumen en Europa. También habían conseguido traer las únicas tres películas que se han hecho sobre los saharauis. El pase de madrugada, a las 2 a. m. fue para El otro lado de la cama, una comedia picante que provocó controversia entre los espectadores de más edad al aparecer los primeros pechos desnudos. Pero como era de esperar, lo que consiguieron con su protesta fue que se montara una auténtica batalla para que se proyectara al día siguiente en el interior de la sala. (Rubio, un viejo activista del Polisario, aconsejó a los organizadores que, cuando se temieran que una película no iba a atraer a suficientes espectadores, plantaran a una pareja de policías a la entrada del cine: la transformación en overbooking sería mágica).

Después de esta primera velada del Festival volvimos para casa, todavía incapaces de guiarnos en esa oscuridad total, acompañados de Mohammed y Mohammed. Nos recibieron Tiyb y Lamat, que a tan altas horas de la noche departían y tomaban té con unos amigos.

Tres horas más tarde, en plena oscuridad, y en medio del concierto de ronquidos y resoplidos, comenzó la inevitable procesión, producto de tanto té. Había al menos dos bebés mamando cuando me llegó el turno a mí también de salir, pero antes debí sortear todos los obstáculos que había, algunos de carne y hueso, entre mi esquinita y la salida. Muerto de miedo por si aplastaba a algún niño, me abrí camino por entre los cuerpos de todos los tamaños. Entonces descubrí a Sainabo acurrucado junto a su madre. Y me sentí fatal al darme cuenta de que nos habían dado los mejores colchones.

El cielo del desierto me cortó la respiración. La Vía Láctea era deslumbrante;: ahí la tenía ante mí, con toda su belleza sobrecogedora, sin ninguna luz terrenal que le robara su intensidad. No pude evitar sentir que todos nuestros esfuerzos por traer un proyector y unos rollos de celuloide eran insignificantes, casi irrisorios, comparados con tanta grandeza. Las estrellas fugaces cruzaban sin descanso la milagrosa pantalla.

Por la mañana todos nos arremolinamos en torno al delicioso desayuno. Se nos unió un pariente que había estudiado en Cuba durante diez años y que podía servirnos de traductor. De pronto, en esta tienda donde estábamos, teníamos una instantánea de la reciente historia saharaui: la madre, Lamat, había vivido en una casa de verdad en un pueblecito del Sahara Occidental, que antes de 1976 era una colonia española. Tiyb se había unido al Frente Polisario, fundado en 1973, y había luchado contra los españoles defendiendo la independencia de su pueblo. En 1975, la Corte Internacional de Justicia declaró que el pueblo del Sahara Occidental tenía derecho a la autodeterminación, pero el 6 de noviembre del mismo año, el rey Hassan II de Marruecos convenció a unos 350 000 marroquíes de extracción humilde para que cruzaran la frontera y se instalaran en el Sahara Occidental, y esto a cambio de todo tipo de promesas sobre una vida mejor (algo muy parecido a lo que Indonesia había hecho en Timor Oriental). Así fue como empezó la «Marcha Verde» mientras España, que hizo oídos sordos al dictamen de la Corte Internacional, acordó asignar la parte norte de su colonia a Marruecos -aunque conservando importantes derechos de pesca y de acceso a los ricos depósitos de fosfato- y la parte sur a Mauritania, menospreciando por completo a los saharauis.

Al retirarse España en 1976, el Frente Polisario declaró la República Árabe Democrática Saharaui y de esta forma comenzó la guerra contra Marruecos y Mauritania. Lamat, junto a todo su pueblo, fue obligada a huir. Algunos refugiados fueron bombardeados con Napalm mientras escapaban. Cruzaron unos 600 km de desierto y llegaron hasta Argelia, para terminar a unos 70 km al sur de Tinduf, el emplazamiento del campamento actual. La mayoría de los hombres estaban en el ejército, así que las mujeres, junto con los niños y ancianos, tuvieron que sobrevivir por sus propios medios.

Lamat, con voz suave y rodeada de todos sus nietos, nos describe cómo era la vida al principio. Por aquellos tiempos tenía dos bebés y una madre anciana. Lo primero que hicieron fue excavar un pozo, después organizaron un sitio para dormir, pero todavía tenían demasiado miedo como para quedarse en las tiendas por la noche, ya que los marroquíes podían bombardearlos. Con el tiempo llegaron más mujeres y niños. Los primeros años fueron terribles y muchos murieron de hambre antes de que se estableciera definitivamente una infraestructura de ayuda.

Poco a poco, con sus propias manos, estas mujeres construyeron el campo. Antes de que se montaran las primeras escuelas, Cuba se ofreció para sacar a los niños de los campos y educarlos. Por entonces, Lamat supo que su marido había sido capturado (años más tarde, enfermo, fue llevado a un hospital de donde escapó, tras haber pasado cinco años en prisión). Lamat nos habló de las largas y tensas reuniones en las que las madres discutían un terrible dilema: mantener a los niños a su lado, sufriendo las privaciones del campamento, o enviarlos al otro lado del océano. Muchas escogieron lo último, y cientos de niños marcharon fuera, algunos con tan solo nueve años. Se fueron a Cuba, y no regresaron hasta haber terminado sus estudios en la universidad.

(En el único restaurante del campamento conocí a dos camareros. Los dos hablaban español como si fueran de La Habana. Raduan, ingeniero eléctrico, servía los filetes de camello mientras que Sas, licenciado en (I.T.), servía las bebidas. Jorge Perugorría, uno de lo actores más populares de Cuba y muy conocido también en España, estaba con nosotros. Casi se cae de espaldas cuando se le acercó un joven saharaui y empezó a recitar, palabra por palabra, el texto de su interpretación más famosa en la película Fresa y Chocolate, rodada en La Habana. Llegó entonces otro grupo de saharauis y el actor se moría de la risa escuchando los chistes de su tierra natal).

Veintiocho años después, Lamat y sus descendientes siguen viviendo en el mismo campo de refugiados. A pesar de su maravillosa organización, que incluye unas escuelas que acogen a algunos de los niños mejor formados del continente africano, el campo sigue dependiendo de la ayuda externa para su supervivencia. Y la vida aquí es dura a más no poder. El tono de voz no dejaba duda de que Lamat, desesperada, no veía el momento de regresar a su «casa» del Sahara Occidental. Hubo un atisbo de esperanza en 1991, cuando se estableció un alto el fuego bajo los auspicios de Naciones Unidas. De hecho, la ONU ha sacado numerosas resoluciones para que se convoque un referéndum, pero el debate se complica a la hora de decidir quién debe votar. En cualquier caso, parece claro que Marruecos -que tortura a sus disidentes políticos- no tiene ninguna intención de acatar las resoluciones, a no ser que la presión internacional lo fuerce a ello. Mientras tanto, al otro lado de un muro de 1500 km (qué curioso que nadie haya oído hablar de este, que supera en longitud a la muralla china...) hay apostados 120 000 soldados marroquíes y más de un millón de minas antipersona, dividiendo el Sahara Occidental en dos partes. En una de ellas, Marruecos disfruta sus derechos de pesca, guarda bien sus fosfatos de alta calidad y recientemente ha permitido a la compañía petrolera norteamericana Kerr McGhee y a la francesa Total que busquen petróleo. En la otra parte, alrededor de un cuarto de millón de personas a las que se les arrebató su hogar viven desde hace treinta años inmovilizadas en el desierto, olvidadas por aquellos que establecen las prioridades de la comunidad internacional.

Esta es una de las razones principales por las que se organizó este festival, para recordar al mundo que todavía existen. Pero había también una razón más simple: que aquellos que nunca habían visto una película pudieran disfrutar de esa oportunidad: compartir la experiencia única de sentarse entre miles de espectadores, durante 110 minutos, y dejar volar la imaginación. Su curiosidad fue contagiosa. Durante los tres días siguientes, mostramos nuestras películas y compartimos charlas con ellos. Los encuentros dieron para un poco de todo: a veces fueron brillantes e irreverentes, otras algo áridos y retóricos. Pero en cualquier caso, siempre había un ansia evidente por conocer otros mundos. Conocí a una niña de diez años a la que le encantaban las películas, pero me decía que no las podía oír muy bien. Al principio no comprendí, ya que los técnicos habían hecho un estupendo trabajo con el sonido. Resultó que la niña, al cuidado de sus hermanos pequeños, se las había apañado para espiar la gran pantalla a medio kilómetro de distancia de donde se encontraba. Me llegó al alma. Otra noche, un chico me cogió por banda (¡no me lo podía quitar de encima!) y me suplicó que lo metiera a ver una película, ya que el policía de la entrada lo había echado a empujones. ¿Cuántos años tienes? Dieciseis. ¡Vaya mentiroso! ¿Cómo te llamas? Mohammed. Me agarró con más fuerza si cabe y pude ver la desesperación en sus ojos. Nos abrimos paso por el revoltijo de gente. El policía lo volvió a parar. «Mohammed viene conmigo», le dije, y seguimos avanzando. La expresión maravillada de su cara cuado se sentó en una esquina de la sala fue algo verdaderamente especial.

Este festival me hizo recordar otro de los maravillosos efectos del cine: escuchar, hablar, discutir y ver cómo el mismo material puede ser interpretado de formas tan distintas. Conocí a un chaval de catorce años que, sin que nadie le preguntara, comenzó a hablar de Sweet sixteen. Le superaba el hecho de ver a una madre tomando drogas y despreocupándose de sus hijos. Este chico, que había nacido en un campo de refugiados (y que tenía una idea muy clara sobre su futuro: ir a Cuba a estudiar medicina) hacía lo posible por comprender el sentido de pérdida y la carencia de amor que se daban en un arquetipo de familia escocesa. ¿Cómo es posible que pase algo así?, preguntaba... En paralelo a estas charlas, había un ambiente encantador de fiesta. Nos ofrecieron unas comidas maravillosas, bailaron para nosotros, cantaron y nos dieron una soberana paliza en un partido de fútbol que jugamos en la explanada más grande que he visto en mi vida.

La presentación de Sweet sixteen, doblada al español, ante unos 2000 saharauis y bajo un cielo estrellado, fue una experiencia bastante surrealista. Se había levantado un viento suave y sobre nosotros caía una fina lluvia de arena. Justo en medio de la muchedumbre podía vislumbrar a Marta con la linterna suspendida sobre su ordenador portátil que, a su vez, estaba conectado a un cable de unos quince metros. Marta y sus compañeros habían pasado la noche en vela y acababan de terminar de subtitular nuestra película en árabe, apenas media hora antes de la proyección. Tenía el ordenador conectado al vídeo y, según escuchaba las líneas de diálogo en español, le daba a una tecla, y si todo iba bien, surgían los trazos árabes en la pantalla. Así lo fue haciendo durante toda la proyección. Fue un esfuerzo de titanes, un trabajo no remunerado que exigió a los traductores habilidades de operadores informáticos.

Las tonterías que se le pasan a uno por la cabeza en esos momentos... Observaba ese mar de velos y rostros expectantes y cruzaba los dedos para que no hubieran traducido la palabra que Pinball pinta en la pared a los veinticinco minutos de empezada la película, soplapollas. Nadie se fue durante la proyección, lo que interpreté como una buena señal. Después vieron otra película y sólo se marcharon unos poquitos. Y después vieron otra película (iban ya tres seguidas) y esta vez les brillaron los ojos: Historias de la guerra del Sahara. Intento imaginar lo que sentían, ahí sentados, observado su propia imagen en la pantalla, en un campamento en el que yo no había visto aún un solo espejo. En momentos como este, a pesar de las excepciones, me veo obligado a recordar que el cine es un juego humano de gran riqueza, y que ese compartir historias, valores y vidas se da, desgraciadamente, en una sola dirección. Por esta razón, uno de los elementos clave de este festival es organizar más visitas en forma de talleres para que los jóvenes saharauis puedan aprender a hacer sus propios cortos y documentales y luego, quién sabe qué más...

La ceremonia de clausura desbancó en todo su esplendor a la de Cannes. Todos los participantes recibimos una preciosa «rosa del desierto» (una delicada formación cristalina producida por las tormentas del desierto), entregada por la ministra de Cultura Saharaui, una divertida mujer llena de vida, que había participado en muchos de los debates. La Ministra pidió a la banda local que cantara una canción mientras el jurado se reunía para debatir una «mención especial». Cinco minutos más tarde, salían todos de nuevo y concedían el premio a la mejor película del Primer Festival de Cine Saharaui a la película gallega de animación El Bosque animado. Tras la banda saharaui vino una apoteósica actuación de Fermín Muguruza y los once acompañantes de su grupo, procedentes todos del País Vasco. Fue cuestión de segundos y ya tenían dando saltos al personal. Y entonces ocurrió algo maravilloso. Muchas de las mujeres llevaban velo aunque bailaban también algo apartadas de la masa de baile en la que se mezclaban visitantes y hombres saharauis. Durante una hora, todos dimos saltos hasta que de pronto, no sé cómo ni cuándo exactamente, se empezó a abrir paso por entre todos una conga serpenteante... y se fue haciendo más y más larga. Y todos nos mezclamos, mujeres con velo, hombres con turbante, melenudos y calvos. Y entonces me sentí feliz de estar haciendo películas.

Cuando volvimos a nuestra tienda era ya muy tarde, nos perdimos, incluso caímos en uno de los hoyos excavados en la arena, hasta que por fin llegamos a casa a las cinco de la mañana. Nos sentimos como críos al ver a Lamat esperando fuera de la tienda. «Sólo quería asegurarme de que estabais bien».

La publicidad que se le dio al evento en España fue razonablemente buena. Los organizadores habían puesto todas sus expectativas en un spot publicitario de «interés humano» que iba a salir al final de los dos telediarios más vistos de la televisión pública. Por desgracia, «Copito de Nieve», un gorila albino de cuarenta años, acababa de morir en el zoo de Barcelona, y quedamos fuera de programación. A veces, esos quince kilómetros de agua que separan África de Europa parecen más largos y anchos que la propia Vía Láctea...

Para más información, ver wsc@gn.apc.org

(Sweet sixteen está dirigida por Ken Loach y escrita por Paul Laverty. Ganó el premio al mejor guión en el Festival de Cine de Cannes de 2002).


Escrito por

Arturo Corcuera

Nació en 1935. Ha publicado, entre otros títulos, Noé delirante ((1963) , Primavera triunfante (1964), Las Sirenas y las estaciones (1976).


Publicado en

Revista de literatura y arte

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