Cinco poetas paraguayos
La poesía paraguaya ha sido por décadas la gran desconocida, y la dictadura somocista contribuyó a mantenerla en la sombra. Solo la obra de Elvio Romero, quien vivía exiliado en Argentina, ganó difusión a través de la prestigiosa Editorial Lozada. Lo mismo ocurrió en la narrativa con la novela Yo el Supremo, que dio notoriedad y resonancia a Augusto Roa Bastos.
La estudiosa paraguaya Susy Delgado ha publicado un breve volumen con el propósito de acercar al lector interesado por conocer el desarrollo de la poesía de su país, «que ha dado no solo figuras individuales, sino épocas y promociones enteras de especial brillo». A nosotros, mediante esta pequeña muestra, nos anima el mismo espíritu de acabar con su injusto aislamiento.
Carlos Villagra Marsal
Las sombras por la tierra II
Tierra malaventurada
y huérfana de sus hijos,
mansión de la desmemoria
y del castigo.
Clavada a su sol desierto,
barrida por su destino,
crujen sus oscuros duelos
bajo los siglos.
Para más, venden las aguas
ladrones recién venidos,
trozan los profundos árboles,
queman los trinos.
Y así la tierra que aguanta
la seca como el granizo,
no da siquiera una sombra
al desvalido.
Ya es hora, tierra, que salves
tus suaves panales íntimos
y ocultes tu azul pujante
del enemigo.
Forja tu niebla sagrada,
urde tu furor nutricio:
vuelve a ser la madre intensa
del campesino.
Jacobo Rauskin
Égloga posible
El carro lleva ramas
de las que conocieron el beso de un machete
y los infames dientes de un serrucho.
Son los vestigios vegetales
de un típico jardín que ilustra
el ocio de la clase media.
Con el carrero, su mujer.
Es el fin de la tarde.
Es un camino que parece no tener fin.
Lento, lerdo, cuadrúpedamente harto
de tirar y tirar del carro, el caballo
ya no responde al látigo.
Le habla el hombre al caballo.
No le hace caso, no resulta.
Y la mujer, encinta y cálida
a la manera de las encintas por primera vez,
algo también le dice al caballo.
Se apaga el sol, será la noche cuando lleguen
a las orillas de la ciudad,
a la casa siempre en peligro
de inapelable desalojo.
El hombre soltará al caballo
y el pasto reconocerá un relincho,
la mujer se pondrá a zurcir un vestido
y vendrá la luna a mirarse
en un balde de agua.
Acaso sea toda
la vida pastoril aún posible.
Víctor Casartelli
Luz de luna
La luz de la luna que tan tiernamente se tiende en el campo
es mi madre acostada cuando contaba estrellas
entre las reses y el pasto húmedo de rocío,
en una dilatada pradera,
rodeada de vastos naranjales y el denso, copioso aroma
de los azahares.
Luego en la ciudad, en las noches de invierno
levantaba la encendida candela de sebo
cuando escuchab a el chirrido de nuestro pechos niños
y la ronda insistente del demonio
que buscaba escurrirse entre las rendijas de la fe,
entre los eslabones del Padrenuestro.
Veía su rostro iluminado
como un faro en la oscuridad de un extenso desierto,
bañada en una música inaudible
que inundaba de sinfonía los corazones de asombro
de los niños,
circundada de potros, corderos blanquísimos
y bandadas de palomas que descendían
de las casuarinas.
Pero también encendía el carbón en el brasero, cantaba,
barría la terca hojarazca de la desesperanza,
desgranaba el maíz,
tejía la albura de las colchas de la casa,
zurcía la ropa con agujas que cosían los desgarros
donde asomaba a veces el temible fulgor del relámpago
de la miseria.
Renée Ferrer
Orgía jazzística
I
Me bailan las ganas irredentas
de lavarme la niebla de las órbitas
de dar vuelta el diploma de la buena conducta
y salir a la calle a copular con las flores
contigo
con la lluvia.
Me carcome el deseo
de transitar un callejón sin salida
a una pradera jubilosa
donde extraviar los pañuelos embebidos de insomnio.
Simplemente caminar dichosa
hacia el revés de la mañana
cn el corazón pendiente de las insinuaciones del saxo.
II
Desvestir el alma de tapujos
entregándose sensualmente
a una identidad inviolada.
Danzando sobre la cuerda del sonido
sentir la urgencia que perfora la tarde
y oír cómo se escurren
las pasadas y posibles controversias.
Deleitarse en la piel
y los humores
vulnerable al mandato de vivir
desalojando de mi fantasmario
los pozos sin brocal
las sentencias perversas
y con la libertad percutiendo en las venas
acercar los labios al rostro de la alegría.
(del libro El ocaso del milenio. Asunción. El Corcel, 1999)
Lilian Sosa
El algarrobo
En la linde del desierto,
tras la luna menguante de una duna
se yergue solitario.
Generoso en la entrega,
a la fronda de su hirsuta cabellera
toda sombra que pasa se cobija.
Cuando, mañana, el tiempo lo derribe,
el fuego que palpita en sus entrañas
arderá de nuevo en las fogatas.
Y acaso entonces estos mismo ojos
ya sólo mirarán el cielo de la Nada:
ardidas nuestras vidas,
nuestras cenizas, juntas,
arrastradas por el viento
se esparcirán sobre la tierra.