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Cinco poetas paraguayos

Publicado: 2009-08-29

La poesía paraguaya ha sido por décadas la gran desconocida, y la dictadura somocista contribuyó a mantenerla en la sombra. Solo la obra de Elvio Romero, quien vivía exiliado en Argentina, ganó difusión a través de la prestigiosa Editorial Lozada. Lo mismo ocurrió en la narrativa con la novela Yo el Supremo, que dio notoriedad y resonancia a Augusto Roa Bastos.

La estudiosa paraguaya Susy Delgado ha publicado un breve volumen con el propósito de acercar al lector interesado por conocer el desarrollo de la poesía de su país, «que ha dado no solo figuras individuales, sino épocas y promociones enteras de especial brillo». A nosotros, mediante esta pequeña muestra, nos anima el mismo espíritu de acabar con su injusto aislamiento.

Carlos Villagra Marsal

Las sombras por la tierra II

Tierra malaventurada

y huérfana de sus hijos,

mansión de la desmemoria

y del castigo.

Clavada a su sol desierto,

barrida por su destino,

crujen sus oscuros duelos

bajo los siglos.

Para más, venden las aguas

ladrones recién venidos,

trozan los profundos árboles,

queman los trinos.

Y así la tierra que aguanta

la seca como el granizo,

no da siquiera una sombra

al desvalido.

Ya es hora, tierra, que salves

tus suaves panales íntimos

y ocultes tu azul pujante

del enemigo.

Forja tu niebla sagrada,

urde tu furor nutricio:

vuelve a ser la madre intensa

del campesino.

Jacobo Rauskin

Égloga posible

El carro lleva ramas

de las que conocieron el beso de un machete

y los infames dientes de un serrucho.

Son los vestigios vegetales

de un típico jardín que ilustra

el ocio de la clase media.

Con el carrero, su mujer.

Es el fin de la tarde.

Es un camino que parece no tener fin.

Lento, lerdo, cuadrúpedamente harto

de tirar y tirar del carro, el caballo

ya no responde al látigo.

Le habla el hombre al caballo.

No le hace caso, no resulta.

Y la mujer, encinta y cálida

a la manera de las encintas por primera vez,

algo también le dice al caballo.

Se apaga el sol, será la noche cuando lleguen

a las orillas de la ciudad,

a la casa siempre en peligro

de inapelable desalojo.

El hombre soltará al caballo

y el pasto reconocerá un relincho,

la mujer se pondrá a zurcir un vestido

y vendrá la luna a mirarse

en un balde de agua.

Acaso sea toda

la vida pastoril aún posible.

Víctor Casartelli

Luz de luna

La luz de la luna que tan tiernamente se tiende en el campo

es mi madre acostada cuando contaba estrellas

entre las reses y el pasto húmedo de rocío,

en una dilatada pradera,

rodeada de vastos naranjales y el denso, copioso aroma

de los azahares.

Luego en la ciudad, en las noches de invierno

levantaba la encendida candela de sebo

cuando escuchab a el chirrido de nuestro pechos niños

y la ronda insistente del demonio

que buscaba escurrirse entre las rendijas de la fe,

entre los eslabones del Padrenuestro.

Veía su rostro iluminado

como un faro en la oscuridad de un extenso desierto,

bañada en una música inaudible

que inundaba de sinfonía los corazones de asombro

de los niños,

circundada de potros, corderos blanquísimos

y bandadas de palomas que descendían

de las casuarinas.

Pero también encendía el carbón en el brasero, cantaba,

barría la terca hojarazca de la desesperanza,

desgranaba el maíz,

tejía la albura de las colchas de la casa,

zurcía la ropa con agujas que cosían los desgarros

donde asomaba a veces el temible fulgor del relámpago

de la miseria.

Renée Ferrer

Orgía jazzística

I

Me bailan las ganas irredentas

de lavarme la niebla de las órbitas

de dar vuelta el diploma de la buena conducta

y salir a la calle a copular con las flores

contigo

con la lluvia.

Me carcome el deseo

de transitar un callejón sin salida

a una pradera jubilosa

donde extraviar los pañuelos embebidos de insomnio.

Simplemente caminar dichosa

hacia el revés de la mañana

cn el corazón pendiente de las insinuaciones del saxo.

II

Desvestir el alma de tapujos

entregándose sensualmente

a una identidad inviolada.

Danzando sobre la cuerda del sonido

sentir la urgencia que perfora la tarde

y oír cómo se escurren

las pasadas y posibles controversias.

Deleitarse en la piel

y los humores

vulnerable al mandato de vivir

desalojando de mi fantasmario

los pozos sin brocal

las sentencias perversas

y con la libertad percutiendo en las venas

acercar los labios al rostro de la alegría.

(del libro El ocaso del milenio. Asunción. El Corcel, 1999)

Lilian Sosa

El algarrobo

En la linde del desierto,

tras la luna menguante de una duna

se yergue solitario.

Generoso en la entrega,

a la fronda de su hirsuta cabellera

toda sombra que pasa se cobija.

Cuando, mañana, el tiempo lo derribe,

el fuego que palpita en sus entrañas

arderá de nuevo en las fogatas.

Y acaso entonces estos mismo ojos

ya sólo mirarán el cielo de la Nada:

ardidas nuestras vidas,

nuestras cenizas, juntas,

arrastradas por el viento

se esparcirán sobre la tierra.


Escrito por

Arturo Corcuera

Nació en 1935. Ha publicado, entre otros títulos, Noé delirante ((1963) , Primavera triunfante (1964), Las Sirenas y las estaciones (1976).


Publicado en

Revista de literatura y arte

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