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El ayataki (la canción de los muertos)

Publicado: 2009-08-29

por Pilar Roca

En los diccionarios, enciclopedias y en los escasos libros que tocan el tema, más o menos lo definen así: Voz quechua que significa «Canto o canción por los muertos». Ayataki, poema que se recita o se canta a la muerte de un ser amado, de un gran guerrero, o una personalidad notable. Se ubica dentro del género de la lírica y en especial del llamado Harawi. En algunos lugares del Ande va acompañado de bailes y rituales luctuosos.

QAPARISPA

(A puro grito)

La primera vez que viví sensorialmente un Ayataki, fue por el año de 1975, en el villorrio de Arín situado en el Valle Sagrado de los Incas. Ocurre que filmábamos Kuntur wachana (Donde nacen los cóndores) y nos avisaron que en la comunidad, que nos servía de locación para el rodaje, había fallecido una señora. Federico, prácticamente me conminó a realizar la visita de pésame a los familiares, por ser nosotros los responsables del proyecto. Fui persuadida y bajamos a la comunidad llegando a una vivienda rústica, muy pequeña, compuesta de un solo cuarto y sumamente oscura. Recuerdo que me agaché para que mi humanidad pasara por la pequeña puerta, y logré sentarme en una banca armada con precarios palos.

Los deudos fueron muy amables y nos convidaron con una copita, creo que de cañazo o algo muy parecido. La copa pasaba de mano en mano y de boca en boca, según la costumbre. La oscuridad fue cediendo paso a la penumbra y el ambiente se fue aclarando poco a poco. Recién pude ver a la difunta como descansando en la mesa que estaba a mi costado.

Al principio no entendí cómo podía tener de compañera a la muerta, estaba muy impresionada y traté de llamar la atención de Fico, dándole pisotones en el pie, pero creo creo que había perdido la sensibilidad pues no respondía y seguía conversando con un comunero. Tampoco escuchaba las palabras que, a media voz, salían de mi boca. Mi intento de comunicación con mi conjunto fue interrumpido por una voz estentórea que, como en una letanía, comenzó a narrar las virtudes, bondades y hasta los defectos de la muerta.

Quedé muy impresionada, me dio terror, pensé en huir pero era imposible. Recordé rápidamente que en Lima a los muertos se los encierra en un cajón y se los pone en un lugar aparte. De vez en cuando, alguien se acerca uno o dos minutos, pronuncia unos rezos y se retira en silencio, pero no se acostumbra tener al muerto expuesto junto a uno y menos integrarlo a la tertulia social. ¡Pobre de mi! Estaba aterrada, asustada ante la muerte, sin entender aquel ritual ni a aquellas personas, que cada cierto tiempo nos trataban de legar las enseñanzas de la muerta, mediante cánticos o letanías, que me erizaban la piel y me obligaban a mantenerme inmóvil, pues temía rozar mi pierna o mi mano con la difunta, que parecía descansar a mi lado.

Salí de aquella choza, prendida como un mono de Fico, recriminándolo por haberme hecho pasar tanto susto y, sobre todo, que por su culpa me sentaran junto a la muerta. Al día siguiente, y ya con la tranquilidad vuelta al alma, me puse a pensar sobre las diferentes concepciones que tenemos ante la muerte. Entendí que había una cultura occidental, a la cual yo pertenecía, y otra que me era ajena y que ignoraba por completo. Este primer Ayataki me hizo comprender, de golpe y porrazo, la diversidad cultural del país, las cosmovisiones diferentes y el desencuentro existente.

El segundo Ayataki al que asistí fue cinematográfico en el sentido estricto y literal de la palabra. Fico estaba filmando la película Laulico en los pueblos de Haquira y Fuerabamba, parte de lo que hoy llaman las Bambas. De acuerdo con el guión, el jefe del Ayllu era abatido por la policía y moría durante una incursión en la hacienda Pamparqui. Los comuneros lo rescataban y lo llevaban a la comunidad a lomo de bestia. Cuando los otros comuneros vieron llegar al jefe muerto, y sin estar pautado en el guión, corrieron a su encuentro, lo bajaron de la grupa y comenzaron las letanías y los ayes de dolor del Ayataki. Quedé realmente impactada porque se trataba de una ficción reproducida con sorprendente realismo. Se nos explicó que así era la costumbre y que las cosas debíamos mostrarlas tal y como sucedían en la realidad. Por lo tanto, el Ayataki «La canción de los muertos» fue reproducido en la película exactamente igual a lo acontecido en el rodaje.

«Mi conjunto» Federico, es un hombre profundamente andino, tal vez será verdad o simple leyenda que su abuelo se apellidaba Salqamaywa, «Viento salvaje» en castellano, y tomó prestado del patrón el apellido García. Unos amigos dicen que es cierto y otros que no. Él, después de haber lanzado, desde las hondonadas de los cerros a los valles, la idea del apellido quechua, que sus detractores dicen que es aymara y no quechua, se ríe y no sabemos en realidad si su abuelo fue «Viento Salvaje» o simplemente García. Sea Salqamaywa o García, lo cierto es que el Ande fluye por sus venas y por su piel, y cuando alguien al que quiere o respeta muere, escribe un Ayataki para perennizar su memoria y traspasar a las nuevas generaciones su energía y su legado.

Como ya manifesté, soy tributaria de la cultura occidental, nací en Lima de padres y abuelos limeños, aunque creo que, escondido por prejuicios familiares, dentro de mis ancestros asoma un congo, mandinga o carabalí. Estos decires no vendrían al caso si no fuera para explicar por qué he acudido a maestros de la talla de Felipe Mormontoy, William Hurtado de Mendoza, o José Luis Ayala para que nos introduzcan de mejor manera en el tema del Ayataki.

Mis tres entrevistados parten de la premisa de que no es posible hablar de Ayataki o «canto» o «canción para los muertos», sin sincerar nuestras convicciones sobre la muerte y el origen de la vida.

Recuerdo que un 16 de julio me reuní con Felipe Mormontoy, indagué por las ideas que pueblan su mente, como torrenteras de ríos que ya llevan atraso. Las vertió en la grabadora que coloqué cerca de su boca, para atraparlas al vuelo. Creo que el pensamiento de Felipe nos ayudará a esclarecer el tema:

«El origen del Ayataki está en el “Wañuy Quilla”, o la “muerte de la Luna” en castellano. Para la cosmovisión andina, el fallecimiento del ser humano no es la muerte física sino la transferencia a otra dimensión de la existencia; otra fase de la Luna hablando metafóricamente, una transmigración. Las culturas tawantinsuyanas, incas o preincas, sostienen la idea de la negación de la negación, es decir, la muerte es el comienzo de un nuevo ciclo de la materia y la energía que compone el ser humano. Dicho de otra manera, es la transferencia de una persona que ha cumplido un ciclo y debe continuar los ciclos venideros sin perder su valor y su raíz.

»Los andinos tributan el amor al padre Sol y a la Madre Tierra porque se consideran socialmente hijos de ambos y en esa medida lo son también del cosmos. Cuando decimos que en la estrella más lejana estamos presentes, aceptamos la universalidad de nuestra materia y nuestra energía.

»El Ayataki, siendo un ritual fúnebre, es profundamente alegre porque despedimos al que ha cumplido un ciclo social y se dispone a iniciar otros ciclos. Es parte del sentimiento y la expresión de la cultura popular de nuestros pueblos».

Felipe continúa explicando la importancia del cosmos porque en este se da la eterna pervivencia de la energía y la materia: «Todo está en movimiento, en constante cambio, pero lo elemental, es decir la esencia de la materia y la energía, continúa como tal. El hombre al terminar un ciclo, se transforma en otra forma de ser, de existir dentro del universo. La idea lacerante de la soledad, que nos embarga cuando muere un ser amado, no está presente en la cultura Tawantinsuyana. ¿Cómo vamos a estar solos si somos parte del todo? –reflexiona Felipe–. No hay nostalgia de soledad; la población andina es alegre al extremo de que produce cantando y descansa bailando.

»De niño, en la comunidad de Qero de la provincia de Paucartambo en el Qosqo, asistí a la despedida de un anciano, el hermano mayor de la comunidad. Los hombres y mujeres iniciaron el Ayataki relatando sus historias y proezas como testimonio, testamento o legado para las futuras generaciones. Lo despedimos entendiendo que el anciano cumplió su ciclo y pasó a otras formas superiores de existencia.

»En el acto sagrado del Ayataki, la comunidad no establece diferencias entre hombre y mujer, porque ambos se complementan y forman un todo, es decir, están integrados. Europa, con la Biblia, nos trajo la idea de la diferenciación entre ambos extremos. Para nosotros la diferencia es absurda puesto que hay una complementación total, la izquierda no existe sin la derecha», según asegura Felipe.

Nuestro amauta insiste en manifestar que en la actualidad en muchos ayllus se sigue practicando el ayataki y rechaza la idea del folklore, considera a éste como un fenómeno social destinado a lograr el reconocimiento, económico y artístico. El Ayataki, en cambio es una manera de expresar el paso del ser humano hacia otro ciclo. Nos apenamos por el alejamiento del ser amado o respetado, y nos alegramos porque sabemos que su muerte inicia un nuevo ciclo.

Pasados algunos días de la grabación decidí comentar con Federico las opiniones de Felipe. Para él, que ha estado cerca de la línea de cruce al nuevo ciclo, el Ayataki es un canto fúnebre y aflora en ocasiones de la muerte de un ser humano. Tiene que ver con la persistencia de la memoria y esta puede ser de una persona o de un pueblo. «Yo por ejemplo –me dijo– he escrito cantos y poemas fúnebres en memoria de algunos personajes, exaltando sus vidas y sus atributos para que se guarde memoria de ellos. El Ayataki es una manifestación concreta de la cultura andina. La muerte es la transmutación, es el cambio de algo conocido por algo indefinido y proteico».

Siguiendo con la idea de profundizar un poco más en el tema, le pedí a William Hurtado de Mendoza, distinguido catedrático, lingüista y poeta, además de cusqueño o Qosqoruna, nos transmitiera algunas reflexiones sobre la muerte y el Ayataki. Luego de pensarlo un rato me prometió mandarlo por escrito. Cumplió su promesa: «La muerte, entendida desde el soporte de una racionalidad occidental, o más propiamente de la heredada de la concepción hebreo cristiana, es el final de la vida, el truncamiento de su diacronía, la inesperada ruptura del ciclo. Es el final, la descomposición, el polvo, la nada.

»No obstante se alude sólo al cuerpo, a lo estrictamente material, mundano y despreciable, para la occidentalidad la muerte da inicio a una nueva forma de vivir, sin ser y sin estar: Es el paso de la transitoriedad a la eternidad. Se da inicio a la vida del alma o espíritu, esto es, al componente incorruptible. Cuerpo y alma que, al momento de nacer, forman una unidad, se separan con la muerte. Esta concepción, dual por su naturaleza, constituye al mismo tiempo una antípoda: la desaparición del cuerpo y la permanencia del alma.

»Con esta vertebración se asumen dos prácticas diferentes. Para lo que fue el cuerpo y la presencia, la honra y el tributo son el recuerdo. Para lo que permanece, es decir, el alma, se prevé la oración, la solicitud de ayuda y, de ser el caso, el pedido del perdón. Lo que estuvo y lo que fue se recuerda, se guarda en la memoria individual y colectiva de maneras diferentes; lo que sin estar permanece recibe la oración auxiliadora.

»Para la racionalidad andina, más propiamente para la tradición quechua, la muerte no es una ruptura fatal, es la continuidad de la vida que, como continuidad, mantiene lo esencial, pero, también da paso a la transformación, a una verdadera metamorfosis donde las metáforas y los símbolos constituyen los signos del recuerdo. No hay, pues, ruptura ni final, hay cambio y continuidad.

»Este modo de encarar la muerte explica la ausencia de la oración como elemento auxiliador en la tradición quechua y, más bien, ancla el canto y la danza. En cierta forma, la muerte sigue siendo la celebración de la vida. Alimento y bebida, canto y danza se convierten en parte consustancial de esa forma de vida que se transforma en otra.

»Ambas formas de entender la muerte han dado lugar a dos de las expresiones más caras para el hombre y la cultura: la religión y la literatura. Si bien ambas tienen expresiones y espacios compartidos, se distancian en propósitos. Si aquella persigue el acato y la humildad como formas de ser social; esta propone lo estético, el goce al que da lugar el tramado de significaciones, la subyugación mediante la palabra.

»En la tradición literaria quechua, dos expresiones adquieren forma cuando se trata del recuerdo y la memoria del deudo: el wanka y el taki. El primero, comparable, por su naturaleza, con la elegía de occidente, es el lamento colectivo que el ayllu o la nación expresaban por la pérdida del ser querido, por el personaje cuya vida trascendió su individualidad. El taki, es el canto con el que la comunidad despide a su conductor o a su maestro, a su defensor o a su “sunkha”, esto es, “su camarada”.

»Muchos son los ejemplos que aún hoy persisten. Uno pertenece al “wanka” recogido por J. M. Farfán en su Poesía folklórica quechua y el otro, titulado Apu inka Atawallpaman al trabajo recopilador de Vásquez, ambos de la década del 40. El primero dice:

Gran sombra del bosque / Camino de la vida / Agua cantarina en remanso / Fuiste muy grande

En su tejido / Se abre tu corazón / En el llanto que dejas / Dando vueltas

Hatun sach’aq llanthun / kawsay ñan, / phahchaq takiq unun / karqanki qan.

Rikraykipin / sunquy q’isacharqan, / llanthuykipi saqk’ay / t’ikarqan.

»Las metáforas aluden a que el muerto era aquel árbol frondoso que dio sombra al fatigado, que era cascada para el sediento, camino para el andante. El segundo alude a los sucesos de Cajamarca y muestra en metáforas recurrentes el presagio de la destrucción y la muerte, tanto como la orfandad que será posterior y permanente. Es el lamento que se inicia con el presagio de lo fatal, el arcoiris que ha tornado sus colores en negror y oscuridad y entrega al enemigo del Cusco el dardo negro. Es el lamento de la muerte de Atawallpa, del instante en que le quitan la cabeza:

Qué gran rayo / Negro rayo / Se levantó / Lejos del Cusco / Mala sombra / Se levantó / Otra

poquedad / La cabeza de Atawallpa / Fue partida

Ima k’uychin / chay yana k’uychi / sayarimun, / Qusquq awqanpaq / millay wach’i

Sayarimun. / Huk ch’illmiyllapis / Atawallpaq umanta / wit’urinku.

»El taki, la forma más general y común en la que se expresa el quechua, adquiere un matiz de quejumbre, de tristeza. Cuando este canto tiene como motivo central la muerte, se transforma en Ayataki. Es la expresión del dolor personal, de la individualidad que expresa con su canto la pena. Es el ser que canta para reafirmar el cariño, la amistad, el respeto, esto es, el significado de lo entrañable que fue compartir y lo lamentable que es aprender a compartir la presencia de otra manera. Quizá sea viento o espina, arroyo o fruto, espina o árbol, ave o flor.

»El Ayataki es la endecha de otras tradiciones, es el canto de la ausencia y la remembranza, del recuerdo, pero, también de la queja. Es la poesía que interroga por el camino que ha seguido, por el lugar donde mora, por la forma que ahora tiene, por lo que hace.

Dónde estás hermano / En qué lugar caminas / En qué valle andas / Que viento te camina / Tal vez nos encontraremos / Tal vez nunca más / Tal vez florezcas / Tal vez renazcas / Tal vez volverás bailando

Maypin kanki wayqillay, / may ñantan purinki, / may wayq’upin / wayrata purichinki.

Icha tupasun, icha mana, / icha t’ikanki, icha phawanki, / icha tusuq kutimunki».

William Hurtado de Mendoza nos da una visión del Ayataki más estudiada, más académica por decirlo de alguna manera, pero no por ello contradictoria o irreconciliable con la versión pragmática del amauta Mormontoy. A mi entender ambas versiones se complementan y sirven para introducirnos a la cosmovisión andina.

Otra experiencia que considero necesario narrar fue la ocurrida en la comunidad de Huayanay en el departamento de Huancavelica. Nosotros filmábamos la muerte del abigeo Matías Escobar, y por razones de falta de luz natural, nos vimos en la necesidad de suspender el rodaje y acabar la escena de los honderos (Warakas) al día siguiente. Citamos a los extras a las tres de la tarde pero nadie apareció, esperamos un buen rato sin que nadie viniera. Fico, inquieto porque los comuneros eran muy puntuales y además porque no podía terminar la escena, preguntó a una señora: «¿Sabe por qué no han venido al rodaje?» –la anciana terminó explicando la causa– «Es que el Taype se ha muerto». Se alarmó Fico: «¿Qué dice? ¿Se ha muerto el muchachito que ayer lanzaba piedras con su waraka?». La mujer terminó certificando el incidente: «Dicen que lo han envenenado esta mañana». Nos quedamos todos de una sola pieza, como se dice, y partimos a la parcialidad de Tamrayco al instante. Llegamos luego de una hora de camino y vimos que se trataba en efecto del joven «extra» difunto. La comunidad en pleno estaba velando el cadáver de aquel chiquillo que no tenía más de veinte años. Fico, como jefe de grupo, además de beber el «verde loco» (ron de quemar con kerosene) tuvo que integrarse y escuchar los Ayatakis a la usanza de la zona. Estos cantos fueron colocados en la reconstrucción cinematográfica del velorio de Matías Escobar, en la película El Caso Huayanay.

José Luis Ayala es un Yatiri y amauta puneño, además de periodista y poeta. Para él, la idea y la concepción de la vida y de la muerte, desde el punto de vista de la religiosidad de los aymaras y quechuas, subsiste en el mundo andino a pesar de la agresión de la cultura occidental y de los castigos que sufrieron estas nacionalidades altoandinas. El Ayataki en el mundo Aymara existe pese a todos los esfuerzos que curas y otros doctrineros cristianos han desplegado para imponer los ritos católicos, como el culto a las Vírgenes de Copacabana, del Rosario o La Candelaria.

Nacer, para un aymara, es renacer de la semilla. Morir es renacer para transformarse en un ser permanentemente vivo que no puede morir.

Los quechuas y los aymaras tienen dos conciencias: «El Libro de Oro» es la conciencia social de las personas, en ella se inscriben las actitudes , las acciones, los pecados, las virtudes y los cargos que hayan tenido durante su vida. Todos pueden intervenir porque se canta al ser social, al hombre público, en relación con la colectividad. La otra conciencia llamada «Libro de Plata» registra las acciones personales, la conducta, los valores, la moral y la ética y está referida al ámbito familiar o amical. Se canta al padre, al marido, al hermano o al amigo, en este caso sólo intervienen los familiares o los amigos más próximos.

José Luis, nos recuerda que el Ayataki juzga social y familiarmente al muerto y, de acuerdo a su conducta, puede recibir un castigo moral que estigmatizará a sus descendientes. El Ayataki, nos dice, ha dado origen a dichos populares como «Tú no vas a tener perdón ni a la hora de tu muerte» o «Tú tienes que tener conciencia». Así mismo nos habla de Ayatakis conservados durante milenios y que hoy se cantan en tono de huaynos como «Punkiti, Punkiti, Punkiti» que significa hinchado, muy hinchado hasta reventar. Los Ayarachis de Paratía son en gran parte de la región de Puno.

Según José Luis, existen tres fuentes para cerciorarse acerca del tema del Ayataki. Un trabajo del cura cronista Gregorio García, quien publicó un informe respecto al adoctrinamiento de los aymaras a comienzos de la colonia, donde habla sobre los pecados de los indios y la concepción que tenían sobre la vida y la muerte; la crónica Historia de Nuestra Señora de Copacabana de Alonso Ramos Gavilán, y los juicios del Santo Oficio, la Santa Inquisición y los extirpadores de idolatrías acusando a varias personas de practicar la religiosidad andina.

Los Ayatakis que Fico ha escrito en prosa o en verso, o combinando los estilos, son muchos. Y como diría José Luis Ayala, unos forman parte del «Libro de Oro» y otros del «Libro de Plata».


Escrito por

Arturo Corcuera

Nació en 1935. Ha publicado, entre otros títulos, Noé delirante ((1963) , Primavera triunfante (1964), Las Sirenas y las estaciones (1976).


Publicado en

Revista de literatura y arte

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