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Thorndike, una noticia inesperada

Publicado: 2009-08-29

por Hildebrando Pérez Grande

«Tú siempre serás rojo, Hildebrando. En cambio yo vivo en rojo, forever». Para celebrar su frase, Guillermo soltó una risa escandalosa que me hizo decir a mí mismo: Qué bien está el gordo. Qué vitalidad. Qué infatigable. Cómo me gustaría asumir el trabajo con su misma adicción. Aquel amigo entrañable era un hontanar de proyectos, de sueños, de pasiones. Un minuto antes nos habíamos despedido del comandante sandinista Tomás Borge, con quien, en una conversación deliciosa, habíamos reconstruido el mundo tan mal hecho de estos tiempos, aquel mediodía de marzo, unas horas antes de su viaje a Buenos Aires. «¿No crees que merezco unas pequeñas vacaciones con Charo? Tomarme unos vinitos?». Me decía, alegre, mientras íbamos en busca de la movilidad. Nunca más pude ver sus traviesos ojos azules ni oír su voz demandando mayor celeridad en los trabajos pendientes en torno a la revista Martín o la escritura febril del volumen VI de su biografía inspirada en su héroe favorito: Don Miguel Grau, el legendario Caballero de los Mares. Su muerte fue fulminante. No sólo para él, para todos quienes lo queríamos de veras. Su morir es un relámpago oscuro que nos ha dejado en tinieblas.

Aquel día de los adioses (sin saberlo ninguno de nosotros), al momento de abordar el auto que nos llevaría a tomar un cafecito para afinar los proyectos, uno de ellos de trascendencia continental, y que teníamos en manos, mientras acomodaba su inmensa humanidad me miró inquisitoriamente y me retó: «¿Estás pensando lo mismo que yo?». Sí, le dije: ya tienes un nuevo libro: Las batallas y los ágapes de un guerrillero. «Acertaste, pero antes debo terminar mi Grau y paralelamente la serie Los inmortales para la televisión que empezaremos con dos horas dedicadas a Vallejo». Así vivía Guillermo, a caballo entre un libro y otro, quemando desaforadamente su existencia.

Guillermo Thorndike (Lima, 1940-2009), nos dejó en la madrugada del lunes nueve de marzo del presente año. Me dijeron que apenas amaneciera me llamaría con urgencia para preguntarme sobre los diversos encargos que me había confiado, los mismos que, ahora, los entierro para siempre, ah, mi buen amigo. Desde la década del 60 sabía de su talento narrativo, de su creatividad periodística, de sus pasiones humanas pero, al mismo tiempo, ejercía cierta distancia, frente al pragmatismo de su vida política en nuestro país. Es recién en los años 80 cuando, a instancias de César Calvo y Alejandro Tamashiro, pude entroparme, a plenitud, en las ya legendarias y apachurrantes formas de ejercer la vida que Guillermo, además, no se molestaba en disimular. Hasta en sus excesos era auténtico, transparente. Muchas veces lo vi triste ante tanto desamor, pensativo frente a la desidia imperante, y más de una vez lo vi explotar ante tanta incomprensión, ante tanta canallada impune. Y también supe de su generosidad, de su amistad sin fronteras y logré compartir días maravillosos de vino y rosas con él, con los suyos.

ESPERADME EN EL CIELO… SIN CIELO

Hace algunas semas leí la reciente novela de Maruja Torres Esperadme en el cielo (Premio Nadal 2009), que mi amiga Belisa Machado me enviara desde Barcelona, adivinando que yo haría lo mismo que la famosa novelista catalana, es decir: mientras ella se da el lujo de morir para reencontrarse con sus amigos Manuel Vásquez Montalbán y Terenci Moix, tan sólo para seguir platicando, bohemiando en los bares del cielo, y ver las películas que enloquecían a Terenci o ayudar a Manolo en la tarea de hacer más sagaz al detective Pepe Carvalho (su avispado personaje), yo me permitiría cerrar los ojos para reencontrarme con una mancha de lujo: César Calvo, Guillermo Thorndike y Alejandro Tamashiro, y bien sé que al volvernos a ver de nuevo tomaríamos el cielo por asalto y... hasta el jueves no hay colegio.

Más de una redacción guarda luto por el maestro del periodismo nacional. Más de un periodista notable de nuestros días tiene su huella indeleble, incluso los que se levantan de manera irreverente ante su memoria. Y varios poetas y narradores jóvenes se duelen por no haber compartido con él más tiempo. Nuestro país está en deuda con Guillermo Thorndike. Algún día, en la hora del recuento final, alguien señalará, de manera convincente, sus logros literarios, sus aportes novedosos al periodismo, su temprana simpatía y difusión de la espléndida cocina peruana (ver La República), su apoyo al arte popular (¿es que nadie recuerda su participación en Perú Negro, o cómo olvidar el hecho de que él les diera espacio a los decimistas ninguneados? ¿Acaso se puede olvidar fácilmente el lenguaje metálico de El año de la barbarie (1969)? Y las descripciones estremecedoras de los barrios más humildes de Lima en su espectacular Los topos (1991).

¿Quién resucitó a Grau en la historiografía peruana? ¿Quién se murió, primero, con tal de no ver muerto al héroe de Angamos? Guilllermo Thorndike prefirió morirse antes de terminar el volumen VI de su historia novelada en el cual inexorablemente moriría Don Miguel Grau Seminario. No quería ver muerto al paradigma del honor y la decencia. Y nosotros no te queremos ver muerto a ti, Guillermo: no seas malo en sucumbir, vuelve a la vida como el héroe vallejiano. Para los tiempos inciertos del presente y los años por venir, nos hace falta tu pluma, tu espada, tu fraternal copa de vino.

En fin, Guillermo, apresúrate en volver: No sé si regresarás por Cocharcas, a caballo como los viejos montoneros, o en un monitor azul por las estelas de la mar, el hecho es que nuevas batallas nos esperan: contamos contigo, compañero. Las calles ardientes del Perú te esperan. Te juro que ocuparás las primeras planas.


Escrito por

Arturo Corcuera

Nació en 1935. Ha publicado, entre otros títulos, Noé delirante ((1963) , Primavera triunfante (1964), Las Sirenas y las estaciones (1976).


Publicado en

Revista de literatura y arte

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