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T. S. ELIOT, una aproximación biográfica

Publicado: 2009-09-09

por Jaime Schelly*

El escape a París

En el otoño de 1910, Eliot llega a París y se instala en el número nueve de la Rue de l’Université, un pequeño hotel muy cercano a St. Germain. «Francia representaba, a mis ojos, sobre todo, la poesía», confesó, algunos años después, en una entrevista. Sus lecturas previas apuntaban ya en esa dirección: Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé son sus guías en los paseos nocturnos que realiza por la ciudad. El pretexto es un seminario de filosofía impartido por Henri Bergson. Piensa, dice, dejar el inglés y empezar a escribir en francés. Ansía encontrar esa chispa vital que le nutra, eso que no encuentra en la provincial vida académica en Harvard. No parece haberla encontrado y sí reafirma su contemplación de la miseria de la vida en los arrabales y la pedantería de los círculos intelectuales. No topa con esa sofisticación, ese refinamiento y buen gusto que consideraba indispensables, en sus 23 años, para ubicarlo en una vida social más participativa. Es, más que nunca, un solitario. Tal vez no conoció a las personas adecuadas. Sufre desvelos y, al dormir, visiones aterradoras.

Siguiendo la metodología de Bergson, busca que las impresiones converjan, que aflore la intuición. Y quiere que suceda ya. Se desespera. Su larga exploración religiosa y filosófica, emprendida desde su ingreso a Harvard (de manera más sistemática; aunque, en realidad, inserta ya en su ser desde muy niño), su incapacidad de relacionarse trivialmente con el mundo, con las mujeres en particular, su aspiración a una vida de mayor peso intelectual que social, su persistente curiosidad respecto al alma, a Dios, a la religión inculcada (protestante Unitario), que no le acaba de satisfacer por su tendencia pragmática; su necesidad de que la poesía formule un pensamiento filosófico y se constituya en una forma de vida. El poeta, decía, debe llevar a cabo, emocional y dramáticamente, lo que se establece como la verdad de su tiempo, sea eso lo que sea. Y es que sus merodeos por la vía del raciocinio no lo han alejado del impulso de escribir poesía. Sus paseos nocturnos llenan los cuadernos de impresiones, versos y hasta párrafos que aparecerían más tarde convertidos ya en cantos o poemas completos. Los años de encierro en Harvard se ven sustituidos por esos largos paseos en «una ciudad gris, con hileras de árboles oscurecidos, lluvia escurriendo de los techos de pizarra a los charcos llenos de lodo». Ha pasado un año y siente que no ha resuelto nada de lo que esperaba. ¿Un milagro? Desesperanzado, decide volver a Harvard a estudiar, con mayor ahínco, filosofía. Y es, al parecer, esta expectativa de regreso, lo que lo lleva a escribir La canción de amor de J. Alfred Prufrock, cuyos borradores señalan la fecha de julio-agosto de 1911; dentro de una serie de poemas emprendida por Eliot durante se estancia en París.

El señor J. Alfred Prufrock, ¿quién es?, ¿qué quiere?

Si nos atenemos a las palabras del autor, Prufrock es un hombre imaginario de cuarenta años, y Eliot mismo. Una combinación o, para mejor ubicarlo en esa época, llena de hallazgos, un desdoblamiento de personalidad. Ese ser tímido, ya no tan joven, conciente de sí mismo, asustado de que se está quedando calvo es, según Grover Smith, la reproducción casi exacta de un personaje, un solterón dubitativo creado por Henry James, que lleva por nombre White-Mason, en su obra Crapy Cornelia (1909) ; mientras que el joven Eliot, atractivo, relajado, de impecables modales y buen sentido del humor, es su contrapartida, su yo mismo otro, que contempla esa probabilidad posible, con una sonrisa en la comisura de la boca. Existe, eso sí, la cuestión abrumadora, que Prufrock quiere proponer a la seductora mujer. Y sucede que la pregunta (que queda por los siglos de los siglos sin respuesta) es, en verdad, una pregunta no de amor, como supondríamos en una primera lectura, sino existencial, de carácter enteramente filosófico y/o religioso; mas dispuesta de tal suerte que no distrae o interrumpe el tono irónico, mordaz, del poema. El personaje inquiere sobre la vaciedad de su clase social: «Esos, que deben ser denunciados y reprendidos», como lo deseaba Emerson . Pero Eliot/Prufrock no es profeta. Su entorno natural no es el salón de estar a la hora de los cocteles, sino las solitarias y húmedas calles que se prolongan como una discusión tediosa hasta concluir en callejón sin salida.

Y me asalta aquí, tardíamente en la elaboración de este texto, una duda, no confirmable, dados mis escasos recursos para investigar y la premura de tiempo. ¿Lee el joven Eliot, por esas fechas, los trabajos del extraordinario poeta vienés Hugo Von Hofmannstahl? ¿Su obra teatral en verso Der Tor Und Tod? (El Loco y la Muerte). Aquel principio del recitativo de Claudio :

Soy como un actor malo, moviéndose en escena,

que hace su entrada y el papel recita

de corrido, ajeno a cualquier cosa,

sin emoción ante sus propias frases,

sin agradar con tantas vaciedades.

De la misma manera he salido al mundo,

sin mérito y sin fuerza.

¿Por qué ha sido así todo?

El texto de Von Hofmannstahl de por sí nos remite no sólo a la manera de aproximar la necesidad del personaje representarse «actoralmente» en el mundo, sino, asimismo, de la profundidad del hecho real : es la muerte la que habla de la vida, no la vida misma, la que carece de sustancia pues está hecha apenas de temporalidad y sucesión de eventos. Habla, pues, en este poema, el corazón de la propuesta que T. S. Eliot habrá de intentar alcanzar, claro, por otros medios, el resto de sus días. ¡Heredarás el viento!

Los caminos del Señor son inescrutables

¿Ha sido un fracaso el viaje a París? Eliot piensa que sí. Su incapacidad para relacionarse con el mundo, con la gente, ya muy determinante en sus días de estudiante en Harvard, alcanzan una agudización definitiva al cambiar tan radicalmente el entorno, la lengua y costumbres: no se produjo el milagro y su soledad, acrecentada, sólo le sirve para profundizar aún más sus dudas y exaltar su confusión en lo afectivo. Sus textos, como sucede cuando hay honestidad en el autor, no hablan de cuestiones novedosas, sino escarban en su memoria y saltan sobre el presente, configurando ese futuro imaginario (y no tan imaginario) que se le depara. Aparecen ya los barruntos de lo que llegarán a ser su obras más conocidas: Tierra Baldía y los Cuatro Cuartetos. Borradores, notas, primeras versiones de algunos cantos, aquí y allá, diseminados por sus cuadernos, sin hallar forma definitiva. Eso desconcierta, necesariamente, al joven, impaciente, indefinido, que llegó a París creyendo encontrarse y que habrá de volver, se dice a sí mismo, a dedicar todas sus fuerzas al develamiento de sus dudas, ya no por la vía de la literatura, sino de la filosofía. No encuentra asidero seguro en ese mar de intuiciones dispersas e incomunicables –todavía–, sin un eje teórico espiritual que les dé coherencia y progresión. Siente que da vueltas y que no hay avances significativos. Vive, en términos de la imaginación, entre el pecado y la redención. Opta por esta última y así, en gran medida, está formulando una manera de relacionarse con el mundo. Una manera que deja muy pocas oportunidades de encontrar el camino de su realización como ser humano falible, pecaminoso. Siente su debilidad carnal, su propensión a dejarse arrastrar al ámbito oscuro, desconocido, del placer: es un abismo que lo aterra. El camino hacia la perfección espiritual tiene –siempre ha tenido– más sentido. Hacia allá encaminará sus pasos, casi, casi, de la mano de su madre. El poeta puro se transforma en homme de lettres.

La huella indeleble de Charlotte Champe Eliot

T. S. Eliot es el octavo hijo, con una considerable diferencia de años respecto a los demás vástagos, de una poetisa, ensayista y dramaturga encerrada en un tiempo y un lugar que no le permiten la menor posibilidad de alcanzar desarrollo, renombre o importancia dentro de la sociedad en que se mueve. A esta receta hay que agregar que los temas a tratar serán siempre, siguiendo la tradición familiar, de orden religioso. (Dos temas favoritos de Charlotte son: San Juan Bautista y la resucitación de Lázaro). Eliot, que ha escapado a París huyendo de la sofocante presión familiar y el provincialismo de Boston (y sus alrededores), en franca rebelión contra su madre que lo incita a ir «mejor a Nueva York», si lo que quiere es ser escritor. A ella, París le parece frívolo, moralmente inadecuado para un joven como Thomas. A mayor resistencia, mayor proclividad del joven por ir. Y así fue. Y, a la larga, Charlotte habrá tenido razón. Como siempre –pensará el joven en el barco de regreso a una vida académica sobria, ordenada y previsible. Todos los Eliot han hecho sus vidas en torno a un proyecto de vida así, ¿por qué él habría de ser diferente? Y, es que, durante ese año en París han sucedido cosas inauditas, insospechadas, en la raíz de la vida académica de Harvard. El golpe de la modernidad, el síndrome del snobismo, la necesidad de ponerse al día, con el resto del país, que empezado a mover los brazos, que contempla, azorado, su destino manifiesto, su ineludible responsabilidad de encabezar el mundo; de tomar, por fin, el lugar que históricamente ha de tener como líder del nuevo mundo, como vigilante de las democracias y eje determinante de las decisiones mundiales en materia de economía y filosofía política. ¡El mundo aguarda expectante! Harvard, abrevadero de conciencias, semillero del nuevo pensamiento liberal-conservador (no hay que equivocarse), ha de aportar su granito de arena a la construcción del nuevo orden. Allí llega, oh, el melancólico desencantado joven Eliot, de regreso al redil, en procura de una reafirmación de valores. Todo ha cambiado. Cambian los programas, los maestros. Dicho centro de enseñanza, filosófico-teologal, ha perdido su razón de ser. El galope vertiginoso del capitalismo demanda una logística, tanto factual como conceptual.

El proyecto del joven Thomas se viene a pique. Pero él ya no es el mismo. Algunos lo notan: su manera de vestir, de hablar, de comportarse. Los viajes ilustran. Así que Eliot asume un rostro para encarar otros rostros, hace de lado el modus operandi de la nueva escuela realista y se sumerge en la filosofía de la India y, más tarde , en el idealismo de F. H. Bradley, un filósofo de Oxford (ahora, por supuesto, enteramente en el olvido), que le fue de gran ayuda metodológica. En el libro Apariencia y realidad, Bradley pretende establecer la división entre los signos o expresiones de la verdad absoluta y la experiencia cotidiana, haciendo énfasis en la necesidad (para alcanzar dicha comprensión) de un punto de vista religioso. Se trata, escribe Eliot en esa época, de una «prosa que palpita con la agonía de la vida espiritual».

El universo entero es subjetivo

Eliot escribe su tesis para doctorado entre 1913 y 1916. Su título: La experiencia y los objetos del conocimiento en la filosofía de F. H. Bradley. El texto, dicen los que lo han leído, es engorroso, ilegible casi por su falta de claridad. Son borradores de la percepción que advendrán, décadas después, en formas poéticas (véase los Cuatro cuartetos): «La experiencia inmediata es una unidad intemporal», escribe. También: «Cualquier objeto que sea enteramente real es independiente del tiempo». La propuesta de la tesis es la propuesta de la existencia misma de Eliot. Vivir como un visionario en el peligroso espacio entre dos mundos equivale a cortejar a la locura. Pero aceptar de lleno el mundo material y vivir sumergido en su estructura artificial implicaría arriesgar su don de alcanzar el conocimiento sublime.

También su forma de vida cambió. Sin duda el ambiente relajado –y conocido–, que era ese pueblito, colabora a distender su habitual reserva. Toma clases de baile y patinaje y participa en una obra de teatro frívola. Escribe versos satíricos para alguna celebración y asiste a conciertos y óperas en Boston.

También, dícese que en esa época se enamora, quizás por única vez, y platónicamente, de una tal Emily Hale (la que Helen Gardner sugiere como la inspiradora de la nostalgia del poeta en el jardín de rosas de Burnt Norton, veinte años después). Emily nunca se casó; acabó de maestra de teatro en colegios de provincia y Eliot le escribió, en el curso de los años, más de mil cartas.

Eso, y la curiosa amistad que entabla con un maestro visitante, Bertrand Russell, ser prodigioso, que de todo se burla y que hace la vida de Eliot, su cómplice, menos estéril. En esas tediosas reuniones académicas, chismean acerca de los solemnes y aburridos que son esos repetidores de esquemas ingleses que ya ni en Londres son aceptables, salvo para una clase media baja. Y está también, por supuesto, Dante. Eliot lo devora, lo memoriza, lo indaga; finalmente, lo hace suyo.

6. Argucias de academia

Eliot decide, a principios de 1914, que lo mejor será escapar; mueve sus influencias para acceder a la Beca Sheldon que le permitirá concluir sus estudios en Europa. Escoge seguir los cursos sobre Aristóteles de Harold Joachim, discípulo de su admirado Bradley, en el Merton College de Oxford, antecedido de un curso de verano en la Universidad de Marburgo (julio-agosto): todo lo cual es recibido por las autoridades universitarias con gran benignidad. Se trata de una promesa académica cierta, confiable. Regresará a hacerse cargo de sus deberes magisteriales, dentro de los cánones establecidos. Ya forma parte, de hecho, del universo cerrado del establishment. Sólo faltan algunos detalles finales para dar por concluido el trabajo en la formación de un nuevo cuadro que brinde, a Harvard, lustre y credibilidad.

No acaba de instalarse el feliz aspirante en el entorno alemán, iniciando sus paseos por los alrededores, proyectando una nueva colección de poemas (con el título tentativo Descenso de la cruz), cuando el barrunto de la guerra inminente lo obliga a apresurar sus planes y viajar a Londres, de donde prosigue a Oxford, donde se instala y comienza su búsqueda de raíces.

El Milagro… y algo más

En septiembre de 1914, Eliot visita a Ezra Pound en Londres y le muestra Prufrock. Pound encuentra a su compatriota extraordinariamente inteligente y el poema lo envía a la editora de la revista Poetry, describiéndolo hoy por hoy, «el mejor poema escrito por un norteamericano». El entusiasmo de Pound estimula vivamente a Eliot que ya casi se había resignado a una vida puramente académica y renueva sus deseos de escribir poesía. Acompaña a su nuevo amigo por el mundo literario de Londres, para él del todo desconocido, lo deja ensalzarlo, mostrarlo caso como una atracción de circo. Eliot sonríe cortésmente, se encoge de hombros y casi siempre guarda silencio, aún en esas veces que Pound blasfema. Su ángel de la guarda es un ateo convencido. Años después, en la revista Dial, Eliot confesaría: «no me interesa mucho lo que Pound dice, sino cómo lo dice» (1928). Así y todo, Pound se endeuda personalmente para cubrir los costos de la edición de Prufrock y otras observaciones. Pound le pide a su discípulo que escriba más en la línea de Prufrock y menos en la tendencia religiosa. Trata de convencerlo de que «el cristianismo se ha convertido en una especie de prusianismo»; «El cristianismo es la raíz de todo mal…o de casi todo»; «las Escrituras hebreas son el registro de una tribu llena de maldad»; y, finalmente: «las religiones organizadas casi siempre han hecho más mal que bien y siempre han constituido un peligro». Terminaría diciendo, sobre el tema, que el cristianismo debía ser tomado a la ligera, escépticamente, hasta que volviera a convertirse en una superstición colorida. Lo malo es que cuando Eliot vuelve la mirada sobre sus congéneres, emerge una poesía onírica y amarga: su mirada no alcanza a ver sino a hombres estúpidos y mujeres temerosas. En Londres, Eliot encuentra vecindarios silenciosos que, a diferencia de aquellos de Montparnasse en 1911, son más malignos cuanto menos ruidosos. Aunque algunos de sus poemas de la época alcanzan rangos de blasfemia, Eliot acabará justificándolos como un proceso de enfermedad mental que incluso puede llegar a ser encamino de «afirmar la fe». Es, en esa época, cuando se considera a sí mismo un escéptico «con un gusto por el misticismo». Es decir, duda. Todavía no ha alcanzado la fe inquebrantable, pero «para la gente con intelecto, creo que la duda es inevitable», le dice a un entrevistador años después: «quien duda es alguien que toma en serio su fe».

Es al principio de este periodo mágico, en 1915, cuando bajo el encantamiento de haber descubierto en Ezra Pound a su primer lector verdadero, caídas sus defensas por el continuo frote social y sus recompensas al ser admitido en círculos de intelectuales y artistas (aun a costa de silenciar sus verdaderas inquietudes espirituales) que Eliot da el gran salto al vacío: conoce a una mujer y a las pocas semanas se casa con ella, sin permitir que su madre (su pasado) se entrometa.

Junio 26, la gran decisión, equivocada

Vivienne Haigh-Wood era unos meses mayor que T. S.; ambos tenían veintiséis años. Su padre era pintor y ella, interesada en las artes, había estudiado ballet y luego escribiría poemas y algunas prosas. Tenía, a los ojos de Eliot, una «belleza frágil». Bertrand Russell, que se convierte en una especia de padrino y confidente de ambos, la ve más como actriz por su tendencia a idear disfraces, vestuarios y accesorios extravagantes. Era atractiva, sí, pero no el tipo de mujer que uno desearía presentar a su madre. Decía lo que sentía, como sentía. Carecía de toda forma de contención y podía llegar a ser vulgar. Su manera abierta, extrovertida, libre y sedienta de experiencias, atraen a T. S., tan propio y silencioso, tímido incluso, al punto de encontrar en esa mujer una especie de equilibrante contrapartida, un descanso a sus propias tribulaciones excesivamente metafísicas. Russelll les presta su departamento en Londres y allá se va a vivir un Eliot súbitamente despertado y conminado a asumir responsabilidades; sin dinero, sin empleo y con una mujer que si bien suscitó en él «su instinto sexual», ha de empujarlo al prosaico mundo de la supervivencia. En septiembre, Vivienne cae enferma y, para enero del siguiente año, casi muere. Y así continuó por el resto de sus días, crónicamente enferma, víctima de arrebatos de histeria, adicta a algún tipo de droga; grosera y con gestos de irritabilidad en público que van haciendo de T. S. un individuo esquivo e infeliz a los ojos de sus conocidos.

Mejor hacer algo mal, que no hacer nada. Al menos se está vivo

Mucho se ha hablado de la cuestión sexual de la pareja. En realidad no hay información suficiente y sí mucha especulación acerca de esta tragedia doméstica que duró hasta 1933, cuando se separan. «Vivir conmigo le ha hecho tanto daño», escribe T. S. a Russell, en 1925, «que lo mejor sería separarse». Pero ella no quiere perder ciertos privilegios que su matrimonio con el poeta le reportan; no se trata de beneficios artísticos, entiéndase, sino de seguridad social, a los que tiene derecho Eliot como empleado de un banco. No quiere perderlos. A fines de ese año de 1925, Geoffrey Faber acepta llevarlo a su nueva empresa, como editor; y eso transforma su vida. Luego, en 1927, se convierte a la Iglesia Anglicana y, ese mismo año, en noviembre, asume la nacionalidad inglesa. Su destino está sellado. Vivienne sigue acosándolo, de una u otra manera, hasta el día de su muerte, en 1947, luego de vivir sus últimos años en un hospital para enfermos mentales.

El Purgatorio

El círculo se cierra, por fin. La culpa asumirá la mayor parte del tiempo que el poeta de la generación perdida (entronizado como tal a la publicación de su extenso poema La tierra baldía) habrá de dedicar a la salvación de su alma, la instauración de su prestigio y la consolidación de sus esfuerzos editoriales en la Casa Faber & Faber, de la que llega a ser director. Lo otro, es decir, la creación, se dará a cuentagotas, a contrapelo, casi imperceptiblemente y por otras razones, al parecer distintas que las propias de la literatura. Escribe por la Iglesia, desde la Iglesia, para la Iglesia. Escribe menos poesía y más obras de teatro, más ensayo, más crítica académica y literaria; revisa la historia de la cultura con un ojo frío y desdeñando las obras maestras que han pretendido ser y no son. Cada vez más inteligente y más claro, se va quedando solo, en un exilio intelectual, rodeado de seguidores que no lo oyen y si lo oyen no lo entienden.

Los hombres huecos y el Canto tercero

Eliot publica «Los hombres huecos» en 1925, justo en la plenitud de su desdicha conyugal. El mundo se le ha venido encima, lo asfixia y no encuentra remedio a su desesperación. Ese es, también, por contrapartida, el año en que su vida empezará a resolverse en lo material, con su ingreso a la Casa Faber. Por lo demás, la difusión de Waste Land, el poema de la generación (Faulkner, Hemingway, Pound, et al), le ha abierto las cajas de caudales de los mecenas de Nueva York y, asimismo, la consideración de ciertos círculos de influencia. Ello acarrea una nueva actitud de su familia (el padre, al morir, le deja una suma considerable pero de la que no puede disponer –en castigo por su boda–, sino tan sólo de sus intereses. Su madre se apiadará de él y se fija una suma para cubrir los gastos médicos y de manutención de Vivienne).

Todo esto irá sucediendo, sí, pero después de «Los hombres huecos» que es, como Waste Land, un gran canto autobiográfico donde revisa la situación que guarda su ser, su pobre alma convulsa, su relación con la eternidad. Es, también, un claro homenaje al Divino Dante; específicamente, al Canto tercero de su Commedia, que no aspiró a tener nada de divina y sí todo de humano.

Obra mixta, la llama Dante (que tal quería decir entonces Commedia; es decir, en prosa y verso) y, en latín vulgar, además. Para que la leyeran todos, sin excepción, y vieran cómo un hombre se dirige a los dioses y no al revés. Lo que, combinado con muchas otras casualidades, hemos aprendido a llamar Renacimiento.

Esos dolientes personajes anónimos que divagan sin consuelo; ni vivos ni muertos, apartados de la inteligencia de Dios, en el «Canto tercero»; su ámbito, su circunstancia, son la base que configura el poema de Eliot.

El Canto tercero y el Libro décimo

Dante es guiado por Virgilio, a instancias de Beatriz, por ese páramo desolado y los horrores que le siguen –a su paso por el Infierno y el Purgatorio–, para que atestigüe y dé fe de lo que allí acontece. Luego asciende, de la mano de Beatriz, hasta el Paraíso y, gracias a ello, comprende lo que significan la sabiduría y la paz.

Dante afirmaba, a la menor provocación, que no sabía griego. Eso nos lleva a su concepción –por demás monumental– del «más allá», alejada del todo de las posibles interpretaciones de su tiempo; por lo que deben rastrearse los orígenes, como casi todo lo demás en la cultura latina, en sus raíces griegas. Lo que Platón dice que dijo Sócrates, La República, Libro x, cap. xiii al xvi), de un relato hecho por Er, hijo de Armenio, muerto en una batalla, incorrupto su cuerpo y a los doce días resucitado, en tanto que un conocimiento de segunda o tercera mano, no deja de ser testimonio maravilloso de cómo se desea que opere el sistema de reencarnación; en este caso, el más original y seductor hasta nuestros días. Sólo que la percepción de Er llega apenas a la entrada de los dos agujeros; uno hacia arriba, el otro hacia abajo, desde donde vislumbra los terribles sufrimientos de los que están abajo y no comenta de los que están arriba. Narra, eso sí, el discurrir de las almas que salen de los pasajes, rumbo a sus nuevos destinos carnales, así como los procedimientos a que deben someterse para volver a este mundo, ¿Cómo omitir esta primordial referencia occidental a la vida después de la muerte?

Los cristianísimos estudiosos, ¿prefieren olvidar el origen pagano de la liturgia católica?

Dante, el republicano, el exilado clandestino que en el año 1300 asiste, en París, al juicio y ejecución de los Caballeros Templarios y escribe, entre líneas, en código secreto, mensajes de la Rosa y contempla la caída de Roma, la pérdida de su Papa que huye de Avignon y la descomposición toda del mundo, no es, de ningún modo, un testigo inocente. ¡Qué poco sabemos, en realidad, de lo que Dante pensaba y quería decir subrepticiamente!

Y, entonces, tenemos que Platón dice que le contaron a Sócrates. (Versión referencial). Dante, que ha visto todo. (Versión testimonial). Y Eliot, que asume el carácter de actor y sufre, en carne propia, la experiencia antes de los túneles, en esa tierra de nadie, sin inteligencia de Dios (la misma de Er y de Virgilio).

Se trata de un mismo texto, visto desde perspectivas distintas, en épocas distintas, manando de una misma fuente.

La certidumbre de un mundo más allá de la muerte y, con ello, de un destino marcado pero susceptible de ser modificado por la vía de la virtud son cuestiones que toca Platón, mucho antes que cualquier otro. ¿Eliot no lo leyó? Qué difícil creerlo.

LOS HOMBRES HUECOS

A penny for the Old Guy

I

Somos los hombres huecos

Los hombres rellenos de aserrín

Que se apoyan unos contra otros

Con cabezas embutidas de paja. ¡Sea!

Ásperas nuestras voces, cuando

Susurramos juntos

Quedas, sin sentido

Como viento sobre hierba seca

O el trotar de ratas sobre vidrios rotos

En los sótanos secos

Contornos sin forma, sombras sin color,

Paralizada fuerza, ademán inmóvil;

Aquellos que han cruzado

Con los ojos fijos, al otro reino de la muerte

Nos recuerdan –si acaso–

No como almas perdidas y violentas

Sino, tan sólo, como hombres huecos,

Hombres rellenos de aserrín.

II

Ojos que no me atrevo a mirar en sueños

En el reino del sueño de la muerte

Allí no aparecen:

Allí, los ojos son

Rayos de luz sobre una columna rota

Allí, es árbol que se agita

Y voces

En el viento cantando

Más distantes y más solemnes

Que una estrella que se apaga.

No me dejen adentrarme más

En el reino del sueño de la muerte

Permítanme también que use

Disfraces convenientes

Piel de rata, plumaje de cuervo, maderos en cruz

Esparcidos por el campo

Comportarme como lo hace el viento

No más allá–

No ese encuentro último

En el reino crepuscular.

III

Esta es la tierra muerta

Esta es la tierra de los cactos

Aquí se erigen

Imágenes de piedra, aquí reciben la súplica

De la mano de un hombre muerto

Bajo el parpadeo de una estrella agonizante.

¿Es esto así

En el otro reino de la muerte

Despertar a solas

A la hora en que temblamos de ternura?

Labios que quisieran besar

Formulan oraciones a la piedra rota.

IV

Los ojos no están aquí

No hay ojos aquí

En este valle de estrellas moribundas

En este valle hueco

Esta quijada rota de nuestros reinos perdidos

En éste el último de los lugares de reunión

Nos agrupamos a tientas

Evitando hablar

Congregados en esta playa del tumefacto río

Ciegos, a menos

Que los ojos reaparezcan

Como la perpetua estrella

La rosa multifolia

Del reino crepuscular de la muerte

La esperanza única

De los hombres vacuos.

V

Y damos vueltas al nopal

Al nopal, al nopal

Y damos vueltas al nopal,

A las cinco de la mañana.

Entre la idea

Y la realidad

Entre el movimiento

Y el acto

Cae la sombra

Porque tuyo es el reino

Entre la concepción

Y la creación

Entre la emoción

Y la respuesta

Cae la sombra

La vida es muy larga

Entre el deseo

Y el espasmo

Entre la potencia

Y la existencia

Entre la esencia

Y el descenso

Cae la sombra

Porque tuyo es el reino

Porque tuyo es

La vida es

Porque tuyo es el

Así es como se acaba el mundo

Así es como se acaba el mundo

Así es como se acaba el mundo

No con un golpe seco sino en un largo plañir.

T. S. Eliot


Escrito por

Arturo Corcuera

Nació en 1935. Ha publicado, entre otros títulos, Noé delirante ((1963) , Primavera triunfante (1964), Las Sirenas y las estaciones (1976).


Publicado en

Revista de literatura y arte

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