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La vida

Publicado: 2010-01-04

Por Marcos Ana. Muchas veces, hasta hoy mismo, la gente me pregunta qué fue lo más duro para mí: los veintitrés años de prisión, la condena a muerte, la tortura, la separación de la familia... Yo respondía y respondo siempre con lo más inesperado:

Cuando salí tuve que iniciar un duro período de adaptación a la vida. Me sentía como parachutado en un planeta extraño. Devolvía los alimentos, me mareaba en los vehículos, mis ojos enrojecieron, quemados por la luz; me aturdían los espacios abiertos, acostumbrado a las dimensiones cortas y verticales. Nacía a la vida, una vida, una vida que tenía que ir descubriendo, casi a tientas, como un recién nacido.

En Alcalá de Henares había discurrido mi vida política durante la guerra y no era lo más prudente quedarme allí recién salido de la cárcel y expuesto a posibles provocaciones. Decidimos que era más seguro irme a Madrid, a la casa de mi hermano Fabri.

Mi hermano estaba casado y con cuatro hijos, a los que tomé enseguida gran cariño. Tenía una gran ansia de familia, incluso me gustaba ir por las tardes a esperar y recoger a la niña más pequeña, Ana Mari, de cinco o seis años, a la puerta de su colegio.

La primera persona que vi, a excepción de mi familia, fue al poeta Félix Grande, muy amigo de José Luis Gallego, quien le advirtió de mi salida. Fue muy atento conmigo, me llevó a visitar el Museo del Prado y paseamos por Madrid como viejos amigos, aunque acabábamos de conocernos. Esos fluidos positivos que algunas veces unen a las personas. No lo volví a ver hasta mi regreso del exilio. No por falta de deseo, sino porque dada mi situación tan especial, esperando mi salida de España, no quería crearle ningún problema. Hemos comentado muchas veces ese encuentro.

Madrid, el Madrid de los sesenta, me causó un gran impacto. No era aquella ciudad bombardeada y oscura que había dejado veintitrés años antes. Lo que estaba ante mis ojos era una ciudad llena de luz y de vida.

Naturalmente mi conciencia política y mis informaciones sobre la situación me permitían comprender que lo que veía era sólo la piel reluciente de la ciudad y que debajo de ella hervían graves problemas humanos y sociales.

Un día visité Vallecas en cuyos arrabales, en esa época, había una concentración de emigrantes, trabajadores que venían huyendo de la pobreza y el hambre de todas partes de España y se hacinaban en centenares de chabolas miserables con improvisados techos de uralita. Era la otra cara del nuevo Madrid que estaba descubriendo.

En todos los países que después visitaría en mi gira por el mundo, incluso en los más desarrollados, siempre descubría el rostro desesperado de la pobreza más extrema, bolsas inmensas de miseria, el contraste brutal entre una riqueza insultante y la depauperación y el hambre más indignantes.

Me fascinaban los escaparates rebosantes de productos, las fruterías cargadas de aromas diversos, los letreros luminosos... En general la vida en la calle me atraía al extremo de pasarme los días deambulando de aquí para allá, envuelto en una nube de colores. Me fascinaba sobre todo caminar de noche, mirar al cielo estrellado que durante veintitrés años sólo pude ver a través del pequeño tragaluz de una celda.

Observaba también el vestuario de la gente, las modas más recientes, sobre todo en las mujeres, la nueva línea de los coches, el Metro, los anuncios luminosos de la Puerta del Sol y la Gran Vía.

Descubría nuevos placeres: sentarme en un velador a tomar un refresco, ver pasar a la gente, ir al parque de El Retiro, mirar a las parejas de jóvenes enamorados, sentarme a las orillas del lago, ir recuperando, como un niño, la trama excitante de la vida.

En la prisión sólo en sueños volvía a la libertad, a los recuerdos perdidos. Tenía esa facilidad, casi era un profesor de sueños. Pero cuando llevaba ya veintiuno o veintidós años encarcelado, observé con desaliento que esos recuerdos se iban desdibujando y poco a poco desaparecían de mis sueños, hasta que la cárcel se impuso como única protagonista, en la noche y en el día, de mi cautiverio.

En algunos de mis poemas aparece esa tristeza y el temor al olvido, la angustia de ir perdiendo el recuerdo de las cosas más elementales:

La vida

Decidme cómo es un árbol.

Decidme el canto del río

cuando se cubre de pájaros.

Habladme del mar, habladme

del olor ancho del campo,

de las estrellas, del aire.

Recitadme un horizonte

sin cerradura y sin llaves,

como la choza de un pobre.

Decidme cómo es el beso

de una mujer. Dadme el nombre

del amor, no lo recuerdo.

¿Aún las noches se perfuman

de enamorados con tiemblos

de pasión bajo la luna?

¿O sólo queda esta fosa,

la luz de una cerradura

y la canción de mis losas?

Veintidós años... Ya olvido

la dimensión de las cosas,

su color, su aroma... Escribo

a tientas: «el mar», «el campo»...

Digo «bosque» y he perdido

la geometría de un árbol.

Hablo, por hablar, de asuntos

que los años me borraron

(no puedo seguir, escucho

los pasos del funcionario)

También, en ese período de espera, me gustaba acudir al cine. Lo hacía y lo sigo haciendo siempre en los asientos que dan al pasillo. Es una obsesión que me quedó a raíz de la angustia que me producen los espacios sin salida.

Una de las películas que estaban estrenando en esos días era Espartaco interpretada por Kirk Douglas. De ese filme me conmovió, sobre todas, la escena cuando el centurión se dirige a los vencidos y les pregunta:

—¿Quién es Espartaco?

Y antes de que él pudiera responder, uno tras otro, los esclavos se fueron levantando y exclamaban con voz firme:

—Yo soy Espartaco. —Yo soy Espartaco. —Yo soy Espartaco... No pude contener las lágrimas. Aquel valiente gesto colectivo me trajo a la memoria la entrañable solidaridad que en la cárcel nos había sostenido en las horas más inciertas de nuestra vida, y el coraje y la dignidad de mis hermanos que soportaron las torturas más despiadadas antes que delatar a sus camaradas.

Aparte de ese afán de vivir, de recobrar los colores perdidos de la vida, yo cuidaba mis pasos, pues sabía que vivía un paréntesis: de un día a otro el aparato clandestino del Partido llegaría para sacarme de España y no podía hacer nada que levantara la menor sospecha.

A lo único a lo que me arriesgué, sin saber que era un riesgo, en aquel paréntesis que tenía obligación de dejar políticamente vacío, fue llamar a Armando López Salinas. Me agradó su novela La mina y recuerdo que le envié algún poema desde la prisión. Lo que yo no sabía entonces es que Salinas estaba metido hasta los ojos en el trabajo clandestino y que era miembro de la Dirección del Partido Comunista de Madrid.

Acudió a la cita acompañado del escritor Antonio Ferres y pasamos una tarde muy agradable, que después hemos recordado muchas veces.

Por mi hermano, que era un viejo amigo de un inspector de la policía, nos había llegado la advertencia de que estaba siendo vigilado.

En efecto, en el bar de enfrente de la casa de mi hermano, en la calle Monederos, había siempre una pareja de policías de paisano, a los que algunas veces encontraba en mis paseos. Pero mi vida era tan sencilla y tan calculadamente solitaria que dejaron de seguirme y se pasaban el día jugando al dominó en el café. Al regresar a casa, tras cualquiera de mis salidas, procuraba dejarme ver o pasaba por el bar, como si hubiera un acuerdo tácito entre nosotros.

Curiosamente, unos días después de que el aparato clandestino me sacara de España, según le contó el inspector a mi hermano, los policías fueron llamados para un informe rutinario sobre mis actividades y dijeron que yo seguía haciendo una vida completamente normal.

—Sí, tan normal —les interrumpió el inspector— que anoche ha hablado por Radio París desde la capital francesa. Y además es Marcos Ana.

EL AMOR. En medio de tanto asombro y deslumbramiento, las mujeres eran lo que más fascinación me producía, pero, a la vez, lo que más me intimidaba. Veía pasar a una muchacha, me gustaba, y me iba tras ella como un niño tras una golosina, pero no me atrevía a dirigirle la palabra. Era un placer contemplarlas, oír sus voces, observar el ritmo excitante al andar de sus caderas. Las seguía de cerca hasta que desaparecían en un portal o por la boca de un Metro. Mi timidez y mi inseguridad no me permitían pasar de ahí. Me comportaba como un adolescente. Los tres años antes de ser encarcelado fueron años de guerra y anormales, por lo tanto, para mí. El amor lo conocía de oídas solamente. Pasé de la adolescencia a la madurez, de los dieciséis a los cuarenta y un años de golpe y en ese campo estaba lleno de inhibiciones y complejos.

Mi PRiMER AMOR. Una tarde, casi al anochecer, me encontré con un amigo de la infancia, hombre de negocios que, sin participar de mis ideas, me visitó alguna vez en la cárcel de Porlier. Me invitó a dar una vuelta por Madrid y me llevó a conocer algunos cabarés que él seguramente frecuentaba. Yo aparentaba cierta indiferencia, pues salía un poco chapado a la antigua y me parecía que no era demasiado responsable visitar esos lugares. Pero miraba a hurtadillas y se me saltaban los ojos viendo a aquellas mujeres excitantes que deambulaban de un lado a otro provocativamente. En un momento mi amigo miró su reloj y me dijo:

—Debo marcharme, tengo invitados en casa y se me está haciendo tarde. Dame tu teléfono y nos vemos otro día con más calma.

Le di un número falso, pues dada mi situación, pendiente de mi salida clandestina de España, no era prudente establecer ninguna relación.

—Espérame un minuto —me dijo antes de marcharse.

Se perdió en el fondo del salón y volvió con una muchacha preciosa, a la que llamó isabel. Sin presentármela siquiera le dio un billete de quinientas pesetas y le dijo—: Toma, para que pases la noche con este amigo.

Era una muchacha delgada y morena, con ojos azules y tan excesivamente joven que en su rostro no había ni la más leve huella de su profesión.

Me es muy difícil describir ahora cómo pasé aquel momento, pero lo cierto es que cuando me quedé a solas con aquella mujer hubiera deseado que me tragase la tierra. No sabía cómo comportarme. Ella me dijo con tono indiferente:

—Bueno, vámonos.

Y yo , confuso y con voz entrecortada, le pregunté:

—¿A dónde? —Pues... al hotel.

—Pero así, ¿sin apenas conocernos? Me gustaría pasear un poco, saber algo más de nosotros... Era un lenguaje inusual para una prostituta y me miró sorprendida.

Y al ver que yo no acertaba a hablar, que me temblaba el cigarrillo en la mano mientras fumaba nervioso, pensó que estaba borracho y me devolvió el dinero. Yo, en lugar de retirar el billete, tomé con mis dos manos la suya...

—No, no, si yo quiero ir contigo, me gustas y lo deseo, pero es que para mí todo esto es muy difícil...

Y balbuceando las palabras, tartamudeando, le conté que acababa de salir de la prisión, que era un preso político, que me habían tenido veintitrés años fuera de la vida, que nunca había estado con una mujer...

Entonces, aquella muchacha, un poco extrañada, dulcificó su rostro, sus ojos me miraron de pronto con afecto, o con piedad, no sé, y me dio una lección de humanidad, con una ternura y comprensión inesperadas.

—Bueno, mira, yo creí que estabas borracho. Ahora cambia todo y voy a perder hoy contigo unos cuantos «servicios» esta noche.

Se refería a que, por estar conmigo, dejaba en blanco su noche profesional. Me llevó a pasear por Madrid. Fuimos a la Puerta del Sol y luego enfilamos a la Gran Vía, que entonces era la Avenida de José Antonio. Hacía frío, me cogía del brazo y sin parar de hablar se apretaba contra mí como si nos conociéramos de toda la vida. Yo la sentía tan cerca que tenía deseos de besarla, pero no me atrevía y para justificar mi indecisión, acudió en mi ayuda un haiku japonés:

Es con los ojos, no se da con los labios el primer beso.

Me invitó a cenar, creo que fue en la Torre de Madrid o en un edificio alto de la Plaza de España, y viví, entre temblores, las escenas más hermosas e increíbles. Cuando le contaba lo que había sido mi vida en la cárcel y cómo me robaron la juventud, ella me besaba las manos enternecida como si fuera un hermano o un novio perdido y encontrado después de mucho tiempo. Yo estaba asombrado de su dulzura.

—¿Pero por qué, por qué un castigo tan inhumano? —me preguntó con voz dolorida y triste.

A mi cabeza llegó un poema que escribí en la cárcel, describiendo «mi delito».

AUTOBiOGRAFíA

Mi pecado es terrible:

Quise llenar de estrellas

el corazón del hombre.

Por eso, aquí, entre rejas,

en veintidós inviernos

perdí mis primaveras.

Preso desde mi infancia

y a muerte mi condena

mis ojos van secando

su luz contra las piedras.

Mas no hay sombra de arcángel

vengador en mis venas.

España es sólo el grito

de mi dolor que sueña...

Ella, a su vez, me contó con lágrimas en los ojos por qué había caído tan joven en la prostitución, en la que llevaba sólo unos meses. Una historia familiar, deshumanizada y triste.

No sé qué química nos llevó a esa confianza instintiva entre nosotros. Después de cenar seguimos un rato charlando hasta que ella me dijo:

—¿Nos vamos ya al hotel?

El problema para mí seguía siendo el mismo, era como cruzar el río desconocido, sin saber nadar, lleno aún de inseguridades. Pero ella, riéndose, me decía:

—No te hagas problemas, tú no tienes que preocuparte de nada, voy a hacerlo yo todo.

Y nos fuimos al hotel, donde ella vivía en una habitación alquilada. Todo resultó más fácil de lo que yo temía. El mérito fue de ella. Superé mis inhibiciones y aquella muchacha, con la mayor sensibilidad y ternura, consiguió que, por primera vez, conociera el amor en una noche inesperada.

Después, en vez de dar «la sesión» por terminada, me pidió que me quedase a dormir con ella. Lo dudé un poco: la preocupación de la familia si no volvía a casa, los policías si notaban mi ausencia... Pero era muy difícil renunciar, me quedé y seguimos charlando hasta altas horas de la madrugada.

Por la mañana me despertó con un beso. Traía una bandeja en sus manos. Había bajado a la calle a por churros y chocolate, se sentó en el borde de la cama y desayunamos juntos.

Al despedirnos la estreché con la mayor ternura entre mis brazos, con el corazón en la garganta, sabiendo que no la iba a ver nunca más.

Al llegar a casa encontré a mi hermano disgustado por no haberles avisado que iba a pasar la noche fuera.

Mi cuñada, Lola, que había tomado mi chaqueta para cepillarla sacó de uno de los bolsillos un papel liado como un cigarrillo y me preguntó:

—¿Qué tienes aquí, Fernando?

Tomé el papel, en el que venía enrollado el billete que le dio mi amigo y una pequeña nota que decía: «Para que vuelvas esta noche».

Al leer aquellas palabras, que me parecía oírlas de su propia voz, volvió a mí la fuerza de la sangre y estremecido por el deseo, me eché a la calle sin quedarme a comer, aun sabiendo que el local no lo abrirían hasta las ocho o nueve de la noche. Estaba exaltado, nervioso, deseando vivir un nuevo encuentro.

Pero mientras paseaba esperando una hora prudencial para ir al cabaré, me asaltó un pensamiento molesto, que fue tomando cuerpo y que me llenó de confusión y contrariedad: la idea de que iba a romper el encanto de mi primera noche con isabel. Que al volver y «comprar su cuerpo» con aquel dinero, que además era suyo, sería como tomar conciencia de que era una prostituta y que yo la iba a prostituir aún más, como un cliente cualquiera y a ensuciar y hacer trizas un hermoso recuerdo que quería y debía conservar con toda su pureza y su ternura.

Pero otra vez me abrasaba el deseo y mi imaginación se encendía recordando la noche que pasamos juntos. Y cuando estaba dudando con esos pensamientos enfrentados pasé por delante de una floristería y casi sin pensarlo, con un impulso instintivo, entré y le dije a la vendedora:

—Póngame quinientas pesetas de flores.

La mujer me miró sorprendida:

—¿Quinientas pesetas?

—Sí, sí, quinientas pesetas, escójame las mejores flores.

Empezamos a elegir y formamos un ramo majestuoso, donde se mezclaban las orquídeas con las magnolias y las rosas.

Me parecía inadecuado, ridículo sobre todo, llevárselo al cabaré donde ella trabajaba y ofrecérselo en aquel ambiente. Tomé un taxi, me dirigí al hotel donde pasamos la noche, en la calle Echegaray, y dejé en la recepción el ramo de flores y una sencilla nota que decía: «Para isabel, mi primer amor».


Escrito por

Arturo Corcuera

Nació en 1935. Ha publicado, entre otros títulos, Noé delirante ((1963) , Primavera triunfante (1964), Las Sirenas y las estaciones (1976).


Publicado en

Revista de literatura y arte

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